Días pasados, el diario La Nación publicó una extensa nota sobre la gestión de los residuos domiciliarios en la ciudad de Oslo, Noruega, que me parece una muy buena excusa para entrarle al debate que aquí tenemos sobre este asunto.
Resulta que allí, “los vecinos” están obligados a separar la basura en tres bolsas diferentes (azul, plásticos; verde, orgánicos; y blanca para el resto; papel, vidrio, metal y basura electrónica se manejan de otra manera). Luego, estas bolsas son llevadas a una central de tratamiento en donde lectores ópticos se encargan de darles su destino final según su color: las azules son enviadas para reciclarlas en nuevos productos plásticos; las verdes se usan para obtener fertilizantes y el biogás que usan los ómnibus de la Ciudad; y el contenido de las blancas van a incineración a un horno a 850º C.
Este calor hace hervir el agua y el vapor resultante sirve para alimentar la red urbana de calefacción y para mover una turbina que genera electricidad a las escuelas. Tras la incineración, un 20% de la basura ingresada se transforma en cenizas, que se deriva a rellenos sanitarios.
Con este sistema, la comuna de Oslo ha logrado solucionar el problema del tratamiento de los residuos, de una manera –para ellos- virtuosa. Incluso, importa basura desde Inglaterra, lo que le genera un beneficio económico ya que los ingleses le pagan entre 30 y 40 dólares por tonelada de basura que le envían para procesar.
A esta altura de la nota uno se maravilla de la capacidad de los países escandinavos para encontrar soluciones eficaces a los problemas que presenta la vida moderna, sin descuidar el medio ambiente. Y enseguida se pregunta, con cierto aire de resignación, ¿por qué no podremos hacer esto acá? Incluso, algunos aprovecharan esta experiencia para desacreditar los fundamentados cuestionamientos a la incineración de residuos: la incineración no sólo sería ambientalmente “limpia” sino que además serviría para generar energía.
En un país con el déficit energético de Argentina, no se trata de un tema menor. De hecho, ENARSA viene impulsando la instalación de plantas de este tipo dentro del área de ingerencia del CEAMSE. Y toda la gestión de Diego Santilli al frente del ministerio de Ambiente y Espacio Público estuvo atravesada por esta idea, aunque no encontró la manera de llevarla a cabo sin incumplir flagrantemente la Ley de Basura Cero que considera la incineración como un pecado capital.
Sin embargo, me permito ser realista y alertar sobre los peligros que esta opción representa en nuestro país. Como bien me señalaron los especialistas que consulté a propósito de esta noticia sobre Oslo, los humos de la combustión deben ser sometidos a tratamientos muy costosos porque liberan contaminantes carcinógenos. No faltará aquí quien se tiente (amparado por el funcionario público que debería controlarlo) a no seguir estos tratamientos como se debe, con el fin de abaratar costos y maximizar su ganancia.
Es un riesgo demasiado grande para solucionar un problema que tiene otras alternativas de solución también eficaces.
Hacia el final de la nota, Lars Haltbrekken, director de Naturvernforbound, la organización ambientalista más antigua de Noruega (según el diario) cambia el enfoque del tema al señalar que “nuestra prioridad tiene que ser la reducción de la basura que producimos”. De esta manera, introduce un punto clave del debate, que también se presenta cuando discutimos qué hacer con los residuos que producimos por aquí.
Hay quienes creen que el planeta soporta el consumo ilimitado de cada vez más gente. Y que confía en el desarrollo tecnológico para solucionar los problemas ambientales que tal situación produce. La alternativa noruega se presentaría como una confirmación de este postulado.
Se trata de una creencia ilusoria y falsa. Los efectos de la polución y la contaminación se sienten y afectan la calidad de nuestra vida diaria. Por eso necesitamos cambiar la lógica del enfoque. Para eso, el primer paso es, como bien señala el ambientalista noruego, concientizar a “los vecinos” sobre la necesidad de reducir la basura que producen y establecer penalizaciones a los grandes generadores de residuos que los incentive a disminuir su producción de desperdicios. A la vez, se deben tomar medidas que apunten a que los fabricantes de productos contaminantes (envases, productos electrónicos, entre otros) se preocupen por la reutilización y reciclado de sus materiales y alienten su no proliferación.
Además, si producimos menos residuos, el Estado va a tener que destinar menos recursos para su tratamiento y disposición final, generando otro efecto virtuoso. Menos contaminación ambiental. Menos recursos públicos afectados.
Desafortunadamente, este enfoque está ausente en la gestión del gobierno de la Ciudad y de la mayoría de los gobiernos del área metropolitana. Por el contrario, con la excusa de reducir la basura que se destina a los rellenos sanitarios, la preocupación de estos gobiernos pasa por generar nuevos negocios para los actores privados que intervienen en el sector, financiados, incluso, con recursos públicos. Pero eso será motivo de otra nota.