- “It’s crumbling”. El acento inconfundiblemente escocés de mi colega en la oficina de al lado le agregaba una nota de inverosimilitud a lo que creí entender que quería decir. Como lo que había pasado una hora antes ya era de por sí inverosímil, recorrí en dos trancos la distancia entre las puertas de nuestras respectivas oficinas. El pequeño televisor de tubo mostraba, en efecto, que la torre ubicada al sur de su gemela se estaba derrumbando.Si después de ver el impacto sucesivo de dos aviones en los dos rascacielos de Manhattan la perplejidad no nos había impedido volver a nuestros escritorios para seguir con lo que fuera que teníamos que hacer ese día, el colapso de esa primera torre nos dejaría pegados a la pantalla por varias horas. No alcanzábamos a entender a qué cosa estábamos asistiendo.
- La irracionalidad última de la razón nos hace querer exprimir el sentido de todos los hechos. Del mismo modo, nos impulsa a hacer de todo hecho dramático un parteaguas, un hito, un punto y aparte de un texto vital que creemos fatuamente estar escribiendo. Todos queremos “hacer historia” y acomodamos nuestro relato a esa pretensión. El derrumbe de las torres nos invita a eso y a la fácil metonimia de dar por derrumbado un cierto orden o un cierto estado de cosas. No es tan fácil. Otrosí digo: no estamos obligados a contribuir al alivio que brinda la externación de una certeza. Podemos seguir perplejos frente a un hecho enorme. Vale hacer unas anotaciones que, 20 años después, siguen siendo provisorias. Hasta tal vez sirva esbozar una descripción que inscriba el atentado entre las acciones que suscitan cambios incrementales y no entre las que provocan cataclismos.
- El acto terrorista del 11 de septiembre de 2001 fue uno de esos hechos que escapa a la posibilidad de ser exagerado en un título. No fue la imperceptible llegada de un verano que en Crónica TV puede “estallar”. En su inconmensurabilidad, fue, más bien,un hecho a la medida del régimen de la mirada contemporánea, permanentemente necesitado de excitación, infinitamente sediento de exageración. Fue hollywoodense en su pedagogía. Fue un desayuno atroz servido a los cagatintas de la omnipotencia. Charles Krauthammer se había solazado en 1990 en el “momento unipolar” de los EE.UU. La masacre perpetrada por Mohamed Atta y los suyos fue uno de muchos actos que demostraron y siguen demostrando de cuán poco le puede servir a una superpotencia tener tanto poder.
- Los terroristas de 2001 se embarcaron hacia su destino elegido meticulosamente preparados y con la irreflexividad de lo inevitable. No fueron originales ni pioneros: pilotos suicidas siempre ha habido y siempre habrá. A diferencia de Andreas Lubitz en el avión de Germanwings estrellado por su voluntad contra los Alpes franceses en 2015 y de (con toda probabilidad) de Zaharie Ahmad Shah en el vuelo MH370 de Malaysia Airlines lanzado en picada hacia la dura superficie del Océano Índico, sus atentados no fueron actos solipsistas sin texto. Y sin embargo, lo más perdurablemente inquietante de los mismos no es lo que efectivamente “dijeron”, sino la puesta en acto de algo que se puede repetir.
- Esta acción criminal se valió de una tecnología muy madura: un hombre conduciendo un vehículo. De Manhattan a la rambla de Barcelona a la Promenade des Anglais en Marsella, el terrorismo hágalo-usted-mismo deja detrás una estela y proyecta hacia el futuro una posibilidad no siempre probable, siempre inminente. La velocidad, más que la violencia parece ser el problema del accidente, dice Paul Virilio: la velocidad define la eficacia del atentado, podríamos decir, haciendo antropofagia del francés.
- EE.UU. no necesitaba del atentado para embarcarse, como lo hizo de inmediato, en una guerra tangible contra el enemigo intangible del “terror”. Los veteranos estadounidenses de la guerra “contra las drogas” ya se contaban por miles cuando los Boeings fueron desviados desde sus rutas programadas hacia los íconos de las finanzas, del poderío militar y (nunca estaremos seguros, porque el objetivo del United 93 será por siempre una incógnita) de la república estadounidense. Con esa lección no aprendida a cuestas, la superpotencia se dispuso a pasar los siguientes 20 años persiguiendo un fantasma, dejando un puñado de “muertes justas” y un tendal de daños colaterales por el camino. El mundo se transformó en una selva indochina. El juego de la guerra, en una contienda sin tiempo de la que nadie emerge vencedor.
- El 11 de septiembre de 2001 fue también el día en que murieron los matices. El día en que un lanzallamas arrasó las condiciones de posibilidad de las heterodoxias que podían intentar sostenerse tras el fin de la Guerra Fría. El día en que se activaron las células en hibernación de la polarización. El mal con nuevos ropajes y el bien con el mismo uniforme de G.I. volvieron a imponer orden y jerarquía en el discurso político doméstico y en el lenguaje internacional. Aunque las raíces de los discursos salvíficos en EE.UU. son profundas y antiguas, aunque hayan viajado hacia América en los barcos de los disidentes religiosos que la piedad llama pioneros, la raya entre “ellos” y “nosotros” que trazaron los aviones-misiles aquel día abonó el terreno para una cosecha récord. Lo intangible del “ellos” foráneo elegido es probablemente uno de los motivos por los que, a la vuelta de dos décadas, el campo que aparece radicalmente dividido es el de la política doméstica estadounidense.
- La misión incumplida en Afganistán es un colofón de película convencional para estos días de aniversario. Poco importa que la retirada caótica sea el finiquito de un acuerdo de paz a la baja firmado por Trump: para la mayoría de los estadounidenses blancos el fracaso va al inventario y define tempranamente el legado de Biden. La cuenta realista que hacen todos, más allá de a quién le echen la culpa, es que ya no hay guerras ganables en el exterior. Así como no la había en los tiempos de la destrucción mutua asegurada con los soviéticos, no la hay en la época de la superpotencia única, así sea tan súper que no importa todavía si es declinante. Ese cálculo, paradójicamente, no se traslada al frente doméstico: veinte años son eso que pasó entre los Estados Unidos de América y este país en el que para su minoría más grande la única ganable es la guerra civil.
Publicado originalmente por Panamá Revista.