Dialogo en México, apatía en Venezuela

Gabriel Puricelli

Con la duda acerca de cuánta vocación tienen las partes de alcanzar algún acuerdo, el 13 de agosto se abrieron en México negociaciones sobre el futuro de Venezuela entre el gobierno de Nicolás Maduro y el sector de la oposición que encabeza quien fuera proclamado “presidente encargado” por la Asamblea Nacional cuyo mandato caducó en 2020, Juan Guaidó. Las posiciones de máxima con las que llegan son el levantamiento de todas las sanciones económicas internacionales y la realización de nuevas elecciones presidenciales sin proscripciones y con observadores internacionales, respectivamente.

No es la primera vez que ambos sectores sostienen un diálogo, pero las rondas anteriores, siempre con el rol facilitador de Noruega, se interrumpieron sin alcanzar resultados. Sin embargo, los cambios que han ocurrido en Venezuela y en el mundo desde la última vez que ambos bandos se vieron las caras hacen poco prudente anticipar que se vaya a repetir el fracaso.

Consultada para este artículo, Marisela Betancourt, politóloga de la Universidad de los Andes (Mérida, Venezuela), sostiene que estamos ante el reinicio de “un viejo diálogo frente a un nuevo país”. Para la analista, hay un contraste marcado entre las condiciones en las que se dio el diálogo en República Dominicana en 2018 y las que rodean el que está empezando este año. Betancourt describe la Venezuela de hace tres años como “un país muy polarizado, con una oposición muy activa fortalecida por un año previo de mucha violencia política, durante el que ocurrieron las últimas protestas callejeras masivas hasta la fecha y que se hallaba en el pico del éxodo migratorio”. Frente a ese contrincante empoderado, el chavismo eligió levantarse de la mesa y apuntar al corazón de su debilidad: la fragmentación interna y la falta de criterio común sobre la participación electoral. Por ello pateó el tablero de la negociación y llamó a elecciones anticipadas en las que su único adversario real terminó siendo una abstención que se revelaría impotente.

Betancourt describe la Venezuela de 2021 como un país que se comporta muy distinto: “una sociedad pasiva, despolitizada, frustrada, volcada hacia la supervivencia, donde el 54% (según una encuesta de Datanálisis) percibe una mejora relativa de la calidad de vida respecto de 2018 y donde baja la polarización porque la gente ha tenido que coexistir para sobrevivir a la penuria económica”.

Entretanto, la división de una oposición que sólo pudo derrotar al Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) con la unidad más amplia, se ha consolidado. Así, Maduro ha podido tener negociaciones parciales que le han permitido remendar su maltrecha legitimidad. Por un lado, acordó con la Alianza Democrática, minoría en la Asamblea Nacional electa en 2020 con la participación de sólo una franja de la oposición, una nueva composición del Consejo Nacional Electoral. El chavismo retiene una mayoría de tres, pero incorpora a dos miembros de reconocido perfil opositor. Por el otro, acordó con su adversario en las elecciones de 2015, Henrique Capriles, la liberación de 50 presos políticos y el cese de la persecución contra 60 opositores. Con esta última concesión se aseguró de que Capriles se sumara al cada vez más amplio campo de los opositores que se niegan a reincidir en la táctica de la abstención y anunciara su participación en las elecciones regionales y locales que deben tener lugar en noviembre próximo.

Ahora bien, también hay fisuras en el PSUV. En efecto, el 8 de agosto se celebraron elecciones primarias para seleccionar los candidatos del partido en el poder para las elecciones del 21 de noviembre y hubo un enfrentamiento en todos los niveles entre los candidatos apoyados por Maduro y los sostenidos por Diosdado Cabello. Aunque prevalecieron los del bando madurista, los seguidores de Cabello cuestionaron la validez de los resultados en varios estados, echando sombra sobre el éxito relativo de una votación que convocó a tres millones y medio de ciudadanos. El retroceso electoral del ex-presidente de la Asamblea Nacional sucede a un debilitamiento de sus apoyos entre los militares, uno de los pilares del régimen autoritario del cual Cabello fue cabeza visible desde la muerte del presidente Hugo Chávez en 2013. Su ocaso relativo puede ser un factor que facilite acuerdos en México.

Otro elemento de la coyuntura actual sobrevuela el reinicio de esta vieja negociación: los bandos que negocian en México llegan igualmente desvalidos en cuanto a apoyo popular en Venezuela. Según una encuesta de la firma Datincorp de principios de agosto, 63% de los venezolanos se declara “nada satisfechos” con el desempeño de Maduro y 77% dice lo mismo del accionar de Guaidó. Con esos números a la vista, sorprende poco que la politóloga Betancourt describa como apática la reacción de los venezolanos de a pie a la noticia del reinicio del diálogo.

El último factor a mencionar es el cambio de gobierno en EE.UU. Como dijimos al principio, Maduro pretende que el diálogo resulte en el levantamiento de las sanciones internacionales, las más gravosas de las cuales son medidas unilaterales estadounidenses. Aunque (con un ojo en el exilio venezolano en Florida) Biden no quiere ser visto como blando con Maduro, su preferencia sería disminuir la tensión con Venezuela y sólo alguna mejora en la situación de derechos humanos allí y un enderezamiento de las reglas electorales le permitiría relajar las sanciones sin pagar costos domésticos.

El presidente del gobierno italiano Giulio Andreotti supo decir que el poder desgasta al que no lo tiene. Las condiciones en que se sientan los de Maduro y los de Guaidó a la mesa tendida en México parecen adecuarse a esa máxima. Está por verse si Maduro se convence de que la preservación parcial de ese poder hoy pasa por aceptar un paulatino retorno a la democracia.

 

Publicado originalmente en el diario Berria, de Andoain, País Vasco y reproducido por El Tribuno de Salta.

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