Sin fronteras, por Gabriel Puricelli

LPP

“¿Por qué deberíamos ser una minoría en su país, cuando ustedes pueden ser una minoría en el nuestro?” La pregunta del académico macedonio Vladimir Gligorov que cita, en la edición del Financial Times del 9 de marzo, su colega de Oxford Timothy Garton Ash parecer ser una síntesis casi perfecta del espíritu que campea entre los rusófonos de Crimea, Donetsk y otros lugares del Este y el Sur de Ucrania. Dicha con el respaldo de miles de soldados rusos patrullando las calles de Simferópol, la pregunta no tiene nada de retórica, sino que funciona como orden de marcha para las administraciones locales que convocan a un “plebiscito” para decidir en abierta desobediencia al gobierno de la capital Kiev si Crimea vuelve a formar parte de la Federación Rusa, el país al que perteneció hasta su cesión a la entonces República Socialista Soviética de Ucrania por Nikita Khrushchev.

La pregunta de Gligorov provee una clave apropiada para entender uno de los elementos del proceso que pareció alcanzar su clímax a fines de febrero y principios de marzo con la represión sangrienta a los manifestantes de la Plaza Maidan (Independencia) en Kiev y la subsecuente destitución por el parlamento del Presidente Viktor Yanukovich. Como en muchos países del antiguo bloque oriental. la política ucraniana de la era post-soviética, a falta de una tradición democrática previa, como la que ordenó a los partidos en bloques genéricamente burgueses y obreros en la mayor parte de Europa desde inicios del siglo XX, tendió a partir agua entre regiones con características económicas y lingüísticas predominantes distintas: el este industrial y mayoritariamente rusófono, y el oeste agrario donde la mayoría habla ucraniano. No se trata de una distinción que haya sido relevante siempre, sino de una que los políticos tomaron como eje para construir unas máquinas electorales mayormente desprovistas de ideología y que fueron vehículos para el reciclaje de viejos cuadros del sistema soviético, donde hicieron sus primeras armas la mayoría de los líderes que hoy se enfrentan en un conflicto que amenaza la continuidad de una Ucrania con las mismas fronteras de antes. Por eso no debe sorprender que al leer las biografías de Yanukovich y de su sucesor Turchynov uno se encuentre con que el primero fue alto dirigente regional del ex-partido único y el segundo, destacado líder de su rama juvenil, el Komsomol.

La política doméstica ucraniana no transcurre, entonces, en un territorio desprovisto de líneas de fractura cavadas por la propia política. Por otra parte, hasta se podría objetar el uso del adjetivo “doméstica” para hablar de una dinámica que cuadra casi con la definición de libro de “interméstica”, un neologismo de uso corriente en el campo académico de los estudios internacionales que señala fenómenos donde es difícil señalar la frontera entre lo doméstico y lo internacional.

En efecto, al ser un país que limita con Rusia y que cuenta con un componente rusófono importantísimo en su población, nada de lo ucraniano le es ajeno a Moscú. La ocupación de Crimea por milicias en uniformes que no sinceran su pertenencia al ejército ruso, desplegadas como un relámpago luego de la remoción de Yanukovich, es a la vez una manifestación elocuente de esto y una reiteración de una conducta que la Rusia de Vladimir Putin ya había mostrado en 2008 en una breve guerra con Georgia, destinada a consolidar la secesión de hecho de esa república de las regiones de Abjasia y Osetia del Sur. La diferencia con Ucrania es que la secesión de Crimea no se había producido antes de la intervención y que no se desató una guerra abierta desde el vamos. Algunos se han apresurado, vistas la acción rusa y el rápido alineamiento de EE.UU. y sus aliados europeos en la condena a la intervención rusa, a anunciar el retorno de la Guerra Fría. La apelación facilista a ese parangón desconoce hasta qué punto Rusia es una realidad enteramente inferior en cuanto a poder duro de lo que fue la URSS: no hay paridad de ningún tipo entre el país que conduce Putin y la única superpotencia contemporánea. No hay retorno de un esquema que vio desaparecer las condiciones materiales que lo hicieron posible, sino una persistente política rusa de reclamar un papel regional en Eurasia que Putin esperaba (al menos al inicio de estos 14 años que lleva como hombre fuerte del Kremlin) que EE.UU. y sus aliados le reconocieran en el escenario post-soviético. Un Putin que se cuadró como aliado de los EE.UU. en la “guerra contra el terror” inmediatamente después del 11 de septiembre de 2001, fue tomando distancia al ver que esa predisposición no ralentaba la ampliación de la OTAN hacia el Este. Georgia, Siria y ahora Ucrania deben ser vistas como estaciones de lo que para Moscú es una marcha defensiva.

Ahora bien, en lo que los historiadores llaman el “tiempo largo”, el conflicto en Ucrania puede ser visto, como sugiere atinadamente el ya mencionado Garton Ash, como un remezón de la descolonización de los imperios previos a la Primera Guerra Mundial. Así pasó en los Balcanes que alguna vez estuvieron bajo dominación otomana, así en la Mitteleuropa que fue el corazón del Imperio Austro-Húngaro, y así en el confín occidental de la Rusia zarista. El dibujo de fronteras que contienen realidades económicas y lingüísticas (como en este caso) o étnicas y religiosas diversas se congeló bajo la dominación soviética y el frío de la guerra no declarada entre Moscú y Washington, pero tiende a derretirse sin terminar de fluir desde 1991.

Los temas que se transforman en vehículos de esas tensiones profundas varían según el país y dan lugar a divorcios consensuales como el de Checoslovaquia, a separaciones a regañadientes como la de los países bálticos o a carnicerías como la de los Balcanes. En Ucrania la bandera de la insurgencia ciudadana fue el acuerdo de asociación con la Unión Europea que el depuesto Yanukovich descartó en favor de un salvavidas ruso para pagar la deuda por las importaciones de gas. Dicho esto, la fractura en Ucrania no parece tener la carnadura sociológica de la de la ex-Yugoslavia, lo cual sugiere no anunciar escenarios catastróficos: no hay que soslayar que tanto el presidente designado por el parlamento, Turchynov, como quien podría ser electo de realizarse las anunciadas elecciones del 25 de mayo, Vitali Klitschko son rusófonos que quieren alejarse de Moscú. Su nacionalismo es geopolítico y no lingüístico.

Los próximos meses auguran una partida de ajedrez con un desenlace que difícilmente se puede saldar sin una medida de negociación. Es tan cierto que alrededor del 30% del gas que consume la Unión Europea proviene de Rusia, como que el 30% de las exportaciones energéticas rusas tienen a la UE como cliente. Allí donde en la Guerra Fría había dos sistemas disjuntos enfrentados, hoy hay una interdependencia compleja que hace imposible el juego de suma cero.

Con los oligarcas rusos jugando en el arenero del capitalismo global, el margen de Putin es limitado, aun si sus acciones son espectaculares. Al final del día, no debería sorprendernos un rediseño modesto de fronteras para repartir y dar de nuevo en el juego de quién es minoría en el país de quién.

Nota del Editor: Este artículo fue publicado originalmente, en la Edición 506 de la Revista Debate.

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