El acuerdo interino entre los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU más Alemania y la República Islámica de Irán es un paso conducente a una muy necesaria distensión en Medio Oriente, y el paso previo de lo que podría ser un acuerdo más ambicioso y definitivo. Las negociaciones de Ginebra, precedidas según versiones (y según sería lo esperable en un caso delicadísimo como este) de conversaciones secretas entre Washington y Teherán, no fueron sencillas, ni lo serán las encaminadas a un acuerdo de fondo. Como en cualquier acuerdo, en el caso de que finalmente lo haya, habrá concesiones mutuas: Irán deberá resignar su decisión de enriquecer uranio, mientras que EE UU reconocerá de hecho el estatus de poder regional del antiguo imperio persa.
El camino no se presenta despejado. No lo estuvo hasta ahora, como se vio con la demora en la firma del acuerdo interino que forzó Francia al requerir mayores garantías de no proliferación que las que había en principio aceptado la diplomacia liderada por John Kerry. No lo estará tampoco cuando el presidente Barack Obama tenga que conseguir la ratificación del eventual acuerdo en la Cámara de Representantes controlada por la feroz oposición republicana. Si los franceses levantaron su veto inicial, no es esperable que los republicanos vayan a ser igual de permeables a las prioridades del Departamento de Estado.
Su línea argumental es sencilla: no se puede acordar nada con Irán porque es una encarnación del mal o porque los persas han demostrado a lo largo de la historia ser demasiado astutos. No sólo el fundamento de la crítica es metafísico, aunque se lo vista de histórico, sino que detrás de él se oculta el desconocimiento absoluto de los efectos causados por las sanciones internacionales que se le vienen aplicando con intensidad creciente a Irán desde 2006: por astuta que pueda ser la diplomacia iraní, no hay modo de ocultar la preocupación por la legitimidad del régimen teocrático que está detrás de la decisión del jefe de gobierno Hassan Rohaní de sentarse a negociar. La sola idea de que con la mera astucia Teherán pueda obviar el daño material concreto que le han producido las sanciones implica ignorar la vulnerabilidad de la economía iraní y el poderío que hace de los EE UU la única superpotencia de nuestro tiempo.
Es ingenuo y forzado también el razonamiento que explica el Memorándum de Entendimiento entre la Argentina e Irán como un efecto colateral de la decisión de Washington y Teherán de volver a dirigirse la palabra. Elocuente resultó la desorientación de la subsecretaria de Asuntos Hemisféricas, Roberta Jacobson, cuando una periodista argentina le preguntó por el lugar que podría ocupar la cuestión del atentado terrorista contra la AMIA en las conversaciones entre el grupo 5+1 e Irán. Al responder, en el Centro de Prensa Extranjera en Nueva York, el 27 de septiembre, Jacobson se limitó a decir que la agenda de esas conversaciones estaba “repleta” y que “sencillamente no sé si (la cuestión AMIA) ha sido discutida o lo será”. Las relaciones argentino-iraníes corren por otro carril, aunque la diplomacia del Palacio San Martín intente buscar sinergias entre su propia agenda y la del grupo 5+1. En definitiva, el juego de poder entre las potencias occidentales e Irán tiene unas bases materiales que lo explican, mucho más allá de los juegos insustanciales de la retórica diplomática o la supuesta astucia ancestral de alguno de los actores involucrados.
Publicado en Infonews, 26 de Noviembre de 2013