Por Gabriel Puricelli*
La catástrofe inenarrable del gobierno de Nicolás Maduro no viene con su propio antídoto. El proceso de necrosis social y económica que ha desatado todo lo abarca. La oposición no escapa a ello. La euforia que siguió a la proclamación de Juan Guaidó como “presidente encargado” no logra ocultar un campo opositor hecho jirones, que no logra recuperar los niveles de unidad que lo llevaron al triunfo en las últimas elecciones competitivas que hubo en el país, en diciembre de 2015. Detrás de la penuria cotidiana, que tiene en estos días en el colapso de la distribución eléctrica su manifestación más aguda y de efectos más deletéreos para la vida cotidiana, hay una realidad política que muestra a un gobierno cuyo apoyo entre los militares se mantiene firme y a una oposición con problemas serios para acumular el poder necesario para forzar una transición. En las líneas que sigue damos por sentado que el lector conoce bien las atrocidades cometidas por Maduro y su gobierno: asesinatos por la mano estatal, acoso de ciudadanos mediante la violencia paraestatal de los llamados “colectivos”, presos políticos y limitaciones a la libertad de prensa, para decirlo en síntesis veloz. Menos conocido es el estado actual del otro término de la ecuación: la oposición.
En las últimas semanas, lo que se ha movido en la superficie, a la vista de los observadores internacionales y de la parte menguante de la población venezolana que dispone del tiempo para otra cosa que no sea la tarea cada vez más demandante de la supervivencia, ha sido el despliegue de la operación Guaidó: la proclamación, por la Asamblea Nacional, de un presidente encargado para suplantar a Maduro, cuya permanencia en el cargo (tras intentar legitimarse en unas elecciones no competitivas y con proscripciones) el poder legislativo entiende es una usurpación en los términos del artículo 233 de la constitución vigente.
La proclamación de Guaidó vino de la mano de un programa concreto: cese de la usurpación (que Maduro ceda el control del estado), gobierno de transición y elecciones libres. A esta hoja de ruta se le sumó una promesa inmediatamente movilizadora: que el 23 de febrero el nuevo presidente encargado garantizaría el ingreso de ayuda humanitaria para paliar el hambre y el desabastecimiento. Para que ello ocurriera, tenía que haber una ruptura de la lealtad de la Fuerza Armada Nacional hacia Maduro, único modo de que el bloqueo de la frontera decretado por éste fuera burlado por los convoyes de camiones con víveres y medicinas. Como sabemos, el bloqueo no tuvo fisuras: sólo un puñado de deserciones sirvieron de consuelo a quienes se ilusionaron con un “Día D” de disolución de la cadena de mandos. La promesa que Guaidó no pudo (no podía) cumplir, de momento hace del primer punto del programa que propuso al ser proclamado una utopía inalcanzable y aleja las posibilidades de concreción del segundo y el tercero.
La formidable coalición internacional que tiene enfrente Maduro generó la ilusión de que Guaidó podía forzar la muñeca de Maduro de un modo que las movilizaciones de 2017 no pudieron. Sin embargo, la ecuación doméstica no cambia simplemente porque sean tantas las voces del exterior que apoyan la hoja de ruta de Guaidó. Esa presión ayuda sí a que hoy Guaidó sea el único político venezolano cuya imagen positiva supera la negativa (la más reciente encuesta de Datanálisis, lo pone 60% a 30%), superando no sólo a Maduro (14% positiva, 83% negativa) sino a otros cuatro políticos opositores, incluyendo su mentor, Leopoldo López. El estado entre malo y calamitoso de la imagen de los principales líderes opositores es un factor que ayuda a Maduro a sostenerse, sin olvidar ni por un momento que el poder en la Venezuela de hoy nace primordialmente de la boca de los fusiles de los militares.
Esto nos lleva a intentar trazar un mapa de la oposición. En primer lugar, hay que decir que el último momento en que el sistema político venezolano pudo funcionar como uno de suma positiva fue la elección de la Asamblea Nacional, en diciembre de 2015. En ese momento, la entonces llamada Mesa de Unidad Democrática (MUD), integrada por todas las tonalidades de la derecha, por autodenominados socialdemócratas y por ex-chavistas, no sólo contaba con respaldo mayoritario, sino que tenía suficiente coherencia como para insinuarse como alternativa de recambio gubernamental. Cuando Maduro bloqueó ese camino (impidiendo el referéndum revocatorio, desconociendo las decisiones legislativa, convocando a una “asamblea constituyente” sin respetar el procedimiento previsto en la constitución bolivariana, etc.), no sólo rompió definitivamente el sistema democrático, sino que creó condiciones para que la unidad opositora entrara en tensión y, con el correr del tiempo, cediera por completo.
Las movilizaciones de 2017, con toda su masividad, fueron ya un escenario en el que emergió esa tensión: los insurreccionales, encarnados en un Leopoldo López prisionero y en una aún más radical María Corina Machado, apostaron a un crescendo callejero que chocara de frente con el régimen y lo tumbara; el resto, incluyendo a los partidos tradicionales y a los ex-chavistas, creyeron en que era posible obtener concesiones crecientes con la fuerza de la movilización. A los primeros los frustró la solidez del régimen, a los segundos, su intransigencia y la mala fe con la que se sentó en sucesivas mesas de negociación frustradas. Esta diferencia de visiones era previa al triunfo legislativo de la MUD, pero la campaña de 2015 la puso en sordina: desde el reflujo de las movilizaciones lideradas por la política, a fines de 2017, esa diferencia se transformó en una división duradera. 2018, en contraste, fue un año de movilizaciones sociales, un año en el que emergieron las demandas de sectores populares hasta ayer leales al chavismo, crecientemente asolados por la penuria económica, alimentaria y de salud. La falta de articulación de la política opositora con esas demandas no sólo le restó eficacia a esa segunda oleada de movilizaciones, sino que la sustrajo a la posibilidad de saldar sus diferencias con una nueva síntesis y con una representación social ampliada.
Hoy por hoy, más allá del tema común del enfrentamiento con el régimen autoritario, la oposición es un archipiélago de factores sin una ruta estratégica consensuada. Las elecciones estaduales de octubre de 2017 escenificaron una de sus divisiones: hubo quienes participaron (luego de lograr acuerdos en las reglas que el Consejo Nacional Electoral se encargó de violentar o ignorar) con el argumento de no dejar espacio sin ocupar y quienes militaron un abstencionismo fundado en el repudio a las proscripciones. La MUD quedó entonces en el pasado y el intento posterior de un frente amplio partió de la exclusión de quienes habían participado (y sido estafados) en las elecciones estaduales. Mientras todo eso ocurría,a la Mesa Directiva de la Asamblea Nacional quedó como la única instancia en la que toda la oposición se coordinaba: la rotación anual acordada en 2015 se ha cumplido a rajatabla: la presidencia quedó primero en manos de Acción Democrática, con Henry Ramos Allup (AD); luego en las de Primero Justicia (PJ), con Julio Borges; más tarde en las de Un Nuevo Tiempo (UNT), con Omar Barbosa, hasta llegar a Juan Guaidó, de Voluntad Popular.
Sin embargo, con la llegada de Guaidó, la Mesa Directiva de la AN perdió la dinámica de funcionamiento colectivo que había tenido en los tres años previos. Aunque Guaidó suscitó la unanimidad opositora al ser electo presidente de la AN, la derecha dura de María Corina Machado no sumó sus votos a la elección de sus dos vices, nominados por los (autodenominados) socialdemócratas de AD y UNT. La dinámica que impone Guaidó es una de hechos consumados, llevando adelante iniciativas que coordina con el gobierno de EE.UU. antes que con sus socios en la oposición, que lo acompañan en silencio, arrastrados por la dinámica de los hechos y reconociendo en Guaidó una popularidad que hoy no tiene ningún otro opositor. Un cuarteto “centrista” integrado por el ex-candidato presidencial Henrique Capriles, Ramos Allup y los ex-gobernadores de Zulia, Julio Rosales (UNT), y Lara, Henri Falcón (Avanzada Progresista, centroizquierda) acompaña a Guaidó pero buscar apoyarse en el grupo de contacto impulsado por la Unión Europea, México y Uruguay, preocupado por el coqueteo de Guaidó con la intervención militar, un plan de contingencia que los estadounidenses Mike Pence, John Bolton y Elliot Abrams (con delegación de poder del presidente Donald Trump) se rehúsan a retirar de la mesa, a pesar de no contar hoy para ello con el apoyo de ningún sector de la comunidad internacional. La manifestación de bienvenida al regreso de Guaidó mostró de nuevo las fisuras: el presidente encargado, con apoyo de López y Borges decidió que el acto se haría en la zona más acomodada de Caracas (donde está el núcleo duro de venezolanos que fueron opositores aun en la época dorada de Hugo Chávez), en lugar de optar por un entorno más popular donde el esfuerzo esté en movilizar (también) a quienes habiendo votado por el actual oficialismo muchas veces, fueron protagonistas de las movilizaciones sociales de 2018.
El cuarteto centrista admite que con la proclamación de Guaidó se volvió a despertar un espíritu de lucha pero se preocupa por el hecho de que la agenda opositora se le ha ido de las manos a sus partidos. Los cuatro analizan con aprensión lo que viene después del fiasco del 23 de febrero: la percepción que comparten es que Maduro, tras demostrar que no hay fisuras en el flanco militar, pretende normalizar la situación esperando un reflujo. El paso siguiente, contradiciendo punto por punto la hoja de ruta opositora es asegurarse que no haya amenaza de alternancia adelantando la renovación de la Asamblea Nacional, que no debería renovarse hasta fin del año que viene. Si el reflujo se produce (y después del regreso de Guaidó de su gira por América del Sur las movilizaciones parece amainar), es probable que el instrumento que más se disponga a usar Maduro sea el hostigamiento paraestatal con los llamados colectivos. La dislocación total de la vida social provocada por al apagón de electricidad abona también el terreno para abatir la energía opositora, sobre todo en los sectores más vulnerables.
En la partida del todo o nada, Maduro parece haber ganado una mano. La pelota está ahora en la cancha opositora. ¿Le alcanzará su popularidad actual a Guaidó para intentarlo de nuevo o se impondrá una visión consensuada que conjugue políticas acordadas por toda la oposición con una presión internacional mejor coordinada y donde la opción de la intervención quede tajantemente descartada? Los gobiernos que apoyan una salida democrática en Venezuela harían bien en tomar nota de la fragmentación de la oposición y en dejar de lado favoritismos en el relacionamiento con quienes la integran. Sería sin dudas deseable una dialéctica que permita afinar los instrumentos de presión, evitando abonar el caos y la penuria, y que a la vez influya en una unidad opositora en torno de un programa de transición practicable. De otro modo, las posibilidades de que Maduro se salga con la suya seguirán siendo el escenario de base en una Venezuela devastada.
* Coordinador del Programa de Política Internacional del Laboratorio de Políticas Públicas.