Publicado en el Portal Digital Colsecor Noticias el día miércoles 27 de febrero de 2019. Nota original acá.
Gabriel Puricelli | Coordinador del Programa de Política Internacional del Laboratorio de Políticas Públicas.
Si lo despojamos de todo otro atributo, el Vaticano es el microestado más pequeño del mundo. Enclavado en medio de Roma, con una superficie de menos de medio kilómetro cuadrado y poco más de 900 habitantes permanentes, es más de 50 veces más pequeño y tiene menos de un décimo de la población de Tuvalu, un país de Oceanía que pocos han oído siquiera nombrar y que tal vez termine siendo el primero en desaparecer por el crecimiento del nivel del mar debido al cambio climático. Sin embargo, a nadie se le ocurriría sugerir que el Vaticano es menos importante en el mundo que Tuvalu.
En el orden internacional vigente las relaciones entre estados no están determinadas por ninguna norma de cumplimiento obligatorio, en tanto cada estado es soberano. El lugar que cada uno ocupa en la jerarquía existente viene dado por el poder a su disposición: su poderío militar, el tamaño y la internacionalización de su economía, la envergadura de su territorio y de su población. Esos atributos constituyen el poder duro del que disponen los estados. Sin embargo, hay atributos de poder blando que también sirven para determinar su importancia relativa. Entre ellos podemos citar la reputación, las habilidades diplomáticas o la disposición a someterse a normas como las que surgen de los tratados.
El Vaticano posee algunos de esos atributos, pero (por encima de todo) posee la condición única de ser un estado cuyo jefe es reconocido como su máximo líder por 1.300 millones de seguidores, quienes (además) se encuentran repartidos por todos los estados que integran la comunidad internacional. A diferencia de las otras religiones con mayor número de adherentes (el islam y el hinduísmo), la Iglesia Católica Apostólica Romana tiene un clero organizado de manera vertical y centralizada y tiene una única capital mundial: el Vaticano.
El poder blando del estado que lidera el papa Francisco es en parte el eco del poder duro que alguna vez tuvieron sus predecesores, que controlaron hasta el siglo XIX porciones significativas de la península itálica y cuyos ejércitos pelearon batallas que pueblan los libros de historia.
No se trata, sin embargo, de un capital destinado automáticamente a agotarse: el Vaticano ha sabido cultivar el arte de la mediación entre estados como un modo de mantener ese capital. Argentinos y chilenos hemos sido beneficiarios de un logro suyo relativamente reciente: en 1978, el enviado del papa Juan Pablo II, cardenal Antonio Samoré, logró sentar a la mesa de negociaciones a los dictadores que, desde Buenos Aires y Santiago, se aprestaban a obligar a millones a combatir en una guerra fratricida por el control de tres islotes en el Canal de Beagle. La condición mayoritariamente católica de ambos pueblos le permitió al Vaticano ejercer presión sobre las dictaduras una amenaza tácita: contraponer la lealtad religiosa de sus feligreses a la obediencia forzada de éstos a la fuerza bruta de las armas.
El reconocimiento de los otros estados le permite también acrecentar su poder blando: tradiciones como la de conceder a los embajadores del Vaticano (los nuncios apostólicos) la condición de “decanos” del cuerpo diplomático en cada país los inviste de una jerarquía formalmente superior a la de los embajadores de países con un poder duro inconmensurablemente superior al del Vaticano.
Es por todo ello que su diplomacia cuenta e importan sus definiciones. Bajo el papado actual, el Vaticano se ha propuesto ayudar a promover mejores condiciones de vida para las periferias, concepto que no se refiere simplemente al sur del mundo, sino a todas las regiones de menor desarrollo humano: la periferia puede ser tanto el Congo, como una metrópolis desindustrializada del centro-oeste de los Estados Unidos como Detroit; pueden ser las villas y asentamientos de Rosario y Córdoba o Kosovo. Francisco lo ha graficado con sus dos primeros viajes dentro de Europa, visitando la isla italiana de Lampedusa, punto neurálgico de llegada de la emigración africana, y Albania, el país más pobre del continente. Esa definición de las periferias, para Francisco, es parte de una modernización de la doctrina social de la Iglesia que abarca una crítica de la globalización en tanto produce lo que ha llamado la “economía del descarte”. De allí se desprenden las preocupaciones prioritarias actuales del Vaticano: el combate a la trata de personas y la protección de los derechos de los migrantes. La condena del “descarte” incluye asimismo uno de los temas morales sobre los cuales la Iglesia se mantiene inflexible: el aborto. Esta crítica de la globalización se enlaza con la denuncia del consumismo y su impacto en la degradación ambiental y el cambio climático que contiene la encíclica de 2015, Laudato si (Alabado seas).
Otra reorientación que se ha consolidado en estos años es la de un Vaticano que deja atrás las inercias del mundo bipolar de la Guerra Fría y sus prohibiciones (más o menos) tácitas para el “Occidente cristiano”. 2018 ha sido el gran año de la apertura hacia China, luego de años de abrirse hacia el conjunto de Asia. El Vaticano ha logrado que el gobierno chino permita que el Papa (como sucede en los demás países del mundo) sea el que decide quiénes son los obispos, a cambio de aceptar la validez de los títulos de los nombrados hasta ahora por ese gobierno. El acuerdo, con el que la Iglesia busca un mayor desarrollo del catolicismo en China, se ha alcanzado sin que se modifique el statu quo sobre Taiwán. Así, el gobierno de Pekín entabla relaciones con el Vaticano en condiciones que no le acepta a ningún otro estado del mundo: a pesar de que mantiene relaciones con lo que considera una provincia rebelde de la única China.
Francisco llegó a Roma prometiendo también una reforma puertas adentro. Uno de los cambios que dejará su mandato es un reequilibrio geográfico: el Colegio Cardenalicio que elija a su sucesor será el primero que tendrá menos integrantes europeos que de los demás continentes. Otro cambio es la descentralización del poder eclesiástico desde la curia vaticana hacia las diócesis. Para esa tarea convocó a un grupo de cardenales (hoy conocido como C5), como una forma de colectivizar las decisiones sobre la reforma. El grupo original, el C9, se encogió, entre otras razones, porque dos de sus miembros fueron denunciados como responsables de los actos aberrantes que más han mellado la imagen contemporánea de la Iglesia: los abusos sexuales. Esta es la cuestión más urgente que ocupa hoy al Vaticano: en febrero habrá una reunión de todas las diócesis del mundo en Roma para decidir acciones de prevención y reparación.
A la hora de intentar entender el Vaticano y por qué este importa, es imprescindible inocularse contra la exageración y la sobreestimación que campea en nuestro país desde que un compatriota fue llamado a Roma para servir como papa. Las acciones que se emprenden desde Roma son las de un estado que es a la vez peculiar y uno más de los estados del mundo, y ejerce el poder que tiene, ni más, ni menos.