Como dos viejos amienemigos

Gabriel Puricelli

Rusia y China acaban de cerrar un contrato de provisión de gas que es tal vez el acuerdo más importante para los equilibrios geopolíticos regionales y globales desde que en 1949 triunfara la insurreción comunista de Mao Zedong con el apoyo de Stalin. En lo que va de una revolución socialista a un megacontrato comercial se cifran tanto 65 años de historia mundial contemporánea, como el destino de los socialismos reales o (diría con razón Trotsky) el destino del socialismo en un solo país.

Semejante afirmación, sin embargo, sólo se puede hacer si se cumplen una serie de condiciones financieras que no está dicho se vayan a cumplir. Las obras de infraestructura que Rusia debe poner en marcha para transportar el gas siberiano hasta China requerirán al menos 75.000 millones de dólares en financiación (Rusia aportaría 55.000 millones y los chinos, el resto), lo mismo que el desarrollo de nuevas formaciones gasíferas, de las cuales hay que extraer efectivamente las reservas comprobadas. El acuerdo ruso-chino (por un monto global que no se conoce, pero que los observadores han coincidido en estimar en 400.000 millones de dólares) fue el resultado de un trabajo de parto que duró 10 años y que sólo llegó forzadamente a buen puerto con la visita de Vladimir Putin a Beijing, el 20 y 21 de mayo. En esos días, el presidente ruso le retribuyó a su par chino Xi Jinping su gesto de elegir Moscú para su primer viaje al exterior después de ser ungido por el Partido Comunista Chino como su líder y jefe de estado.

A diferencia de Xi, que preside una potencia regional que emerge imparable hacia un destino global, Putin gerencia los despojos de una antigua potencia mundial que se esfuerza por mantener su condición de potencia euroasiática: mientras uno llegó de visita a Moscú triunfante y despreocupado, el otro llegó a Beijing necesitado de alcanzar resultados. Diez de los catorce años que lleva como líder máximo de Rusia le ha costado a Putin lidiar con los duros negociadores chinos, pero todos los indicios apuntan a que la búsqueda de un anuncio positivo en coincidencia con su viaje fue la paja que quebró el espinazo del camello: si iba a haber un acuerdo, tenía que ser ahora. Era el momento que los chinos esperaban para asegurarse la posibilidad de abastecerse de gas durante las tres décadas que empiezan en 2018.

El acuerdo es el encuentro de dos carencias que, al colmarse, pueden transformarse en dos fortalezas. Rusia, con su industria obsoleta y su declinación demográfica, basa hoy económicamente sus reclamos de potencia en los recursos naturales. Es el garrote que exhibe ante una Unión Europea que recibe de ella uno de cada cuatro metros cúbicos de gas que consume. Pero la primarización de las exportaciones rusas, que son en un 70% petróleo y gas, hace que la Unión Europea, que compra la mitad de todas esas exportaciones, tenga una espada de Damocles sobre la cabeza de Moscú. Cuando logre bombear el gas necesario para cumplir el acuerdo firmado con China, Rusia tendrá un cliente que consumirá 38.000 millones de metros cúbicos, casi un tercio de sus ventas totales actuales a Europa Occidental. Para andar a sus anchas en lo que considera su patio trasero en Europa y el Cáucaso, Moscú necesita que la UE dependa energéticamente más de Rusia de lo que ésta depende de la UE para obtener divisas y financiar el gasto fiscal, que proviene en un 50% de las exportaciones de energía.

China, por su parte, ratifica su condición de gran aspiradora planetaria de recursos naturales y commodities. Consumirá desde 2018 tanto gas ruso como consume ya hierro australiano o soja del MERCOSUR. Su locomotora industrial necesita una provisión estable y segura, pero no está dispuesta a pagar cualquier precio por ella: más aún, al ser un cliente tan apetecible, puede imponer su propio precio, que según este acuerdo estará un 10% por debajo de lo que pagan los europeos por el mismo metro cúbico de gas que recibirán los chinos. Al incrementar la proporción de gas en su matriz de consumo energético, el país disminuirá también en parte el pasivo ambiental que su crecimiento a marcha forzada acumula, con impacto local y global: de mínima, se hará más fina la capa de smog que las usinas a carbón suspenden todos los días sobre Beijing, haciéndola invisible.

Los acuerdos sino-rusos van más allá de la cuestión energética. Putin y Xi fueron testigos en Beijing de un acuerdo entre el banco VTV (el segundo banco más grande de Rusia) y el Banco de China acuerdo para realizar transacciones sin usar el dólar estadounidense. Desplazar la moneda de EE.UU. como patrón del comercio internacional es uno de los objetivos de más largo plazo de los BRICS (Brasil tiene un acuerdo de ese tipo con Argentina, aunque no se ha avanzado en su puesta en práctica). Ahora bien, si lo que China y Rusia están tratando de asegurarse son condiciones económicas consistentes con la proyección de su poder en sus respectivas áreas de influencia, la cooperación en materia militar es clave. Por eso el encuentro en Beijing coincidió con el desarrollo de ejercicios navales conjuntos en el Mar de la China oriental, cerca de las islas Senkake, controladas por Japón, pero reclamadas por China. Al apoyo tácito de Beijing a la anexión de Crimea y a la posición rusa en Ucrania, Moscú responde sumándose a estos ejercicios.

Así como Rusia reclama para sí la capacidad de rediseñar fronteras invocando la defensa de las poblaciones rusófonas, China busca un control extendido del Mar de la China, donde las tensiones han sido crecientes en los últimos años. Beijing quiere tanto asegurarse la fluidez de su aprovisionamiento de materias primas por vía marítima, como dejar en claro su hegemonía regional. Las disputas territoriales no sólo son con Japón (que bajo el gobierno de Shinzo Abe busca fortalecer el rol de sus Fuerzas de Auto-Defensa) sino con varios países de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN). Días antes del aterrizaje de Putin en China, el gobierno filipino denunció que Beijing estaba creando una isla artificial para construir una pista para aviones en las islas Spratly, sobre las que reclaman soberanía Brunei, Malasia, Taiwán y Vietnam, además de China y Filipinas.

En cualquier caso, no cabe exagerar la profundidad de los acuerdos geoestratégicos entre los dos socios: al igual que todos los vecinos de China, Rusia conoce el ritmo de incremento de los gastos de China en defensa (que se estima en un 10% anual constante desde 1989), pero sólo sabe parcialmente en qué los invierte. La previsión rusa es clara: parte de su arsenal nuclear apunta a su vecino.

Lejos de los días en que el socialismo parecía una mancha de aceite que amenazaba ocupar el mundo, después de ser proclamado en dos de los países más extensos de la Tierra, la trabajosa relación bilateral entre China y Rusia hoy se inscribe en la búsqueda de una inserción óptima en la globalización capitalista, comandada (eso sí) por los herederos de dos revoluciones: los rusos, rebautizados, y los chinos, con el mismo viejo envase, pero con un contenido totalmente diferente.

Publicado en revista Debate, número 508, mayo de 2014.

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