El fin de otra antigualla

Gabriel Puricelli

Los autazos remendados que se pavonean por el malecón de La Habana empezaban a parecer nuevos frente al anacronismo de la ausencia de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos. La decisión de Raúl Castro y Barack Obama de ingresar tardíamente en la era de la post Guerra Fría, que arrancó hace más un cuarto de siglo, tiene en la reapertura formal de sedes diplomáticas en sus respectivas capitales un momento que es tanto de clímax como de anticlímax. Lo uno, porque escriben una página que está automáticamente inscripta en los libros de historia. Lo otro, porque si se repasa la agenda posible de la relación bilateral ahora que tomó la ruta de la normalidad, resulta casi menos conflictiva que la agenda entre Noruega y Suecia.

Miremos con perspectiva: Estados Unidos tiene con México una relación en la que debe lidiar con problemas de una dimensión que hace que los que tiene o pueda tener con Cuba resulten irrisorios. Narcotráfico, inmigración ilegal y violencia, por nombrar sólo los negativos. Los mismos que figuran al tope del ranking en la relación de Washington con los países inmediatamente al sur de México. La amenaza no proviene de los estados, sino de sociedades en tensión, agrietadas por la desigualdad, atraídas y repelidas por el rumor de la sala de máquinas del capitalismo norteamericano. Flujos de inversiones compensan parcialmente el lado oscuro de ese orden del día.

En cambio, Cuba no es una amenaza existencial para los Estados Unidos desde que los soviéticos desarmaron sus lanzaderas misilísticas en 1962 y hace rato que ha dejado de desafiar con su apoyo espiritual o material a insurgencias latinoamericanas o africanas. Al contrario, La Habana es la Oslo del Caribe a la hora de poner la mesa para las guerrillas colombianas y el gobierno de Bogotá. Hasta Raúl Castro puede funcionar de sordina de la trompeta de Nicolás Maduro cuando hay una cumbre como la reciente en Panamá.

Todos los problemas que venimos de repasar tienen una escala y un nivel de dificultad que empequeñecen las cuitas que provoca Cuba en Washington. Y no hablamos siquiera de los problemas que presenta para la única potencia contemporánea el vasto escenario que va desde Libia hasta Pakistán. Cuba no tiene nada dañino que exportar a su vecino geográficamente más cercano y Estados Unidos no encuentra ya razones para negarle a sus empresas la posibilidad de asociarse provechosamente con el estado castrista como lo han hecho españoles o canadienses, por nombrar sólo a dos jugadores grandes en el gran lagarto verde.

¿Borra este inventario 50 años de desconfianza? No de un plumazo. ¿Elimina esta auditoría veloz las ganancias retóricas que ambos gobiernos pueden obtener frente a sus ciudadanos criticándose mutuamente? Menos todavía. Sin embargo, nos mentiríamos a nosotros mismos si no describiéramos esta realidad material que ha debilitado para siempre las bases de esa desconfianza y la justificación de esa retórica.

Nixon fue a China arriesgando infinitamente más de lo que puso en juego Obama para este restablecimiento del vínculo con Cuba. Y lo mismo vale al comparar a Mao con el más joven de los Castro.

Publicado en la edición del 21 de julio de 2015 del diario Tiempo Argentino.
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