Una agenda anticorrupción

Alvaro Herrero

En la temprana antesala de la campaña electoral de 2015, ya se han instalado algunos temas en la agenda de debate público, en ciertos casos promovidos por las propias fuerzas políticas y en otros como producto de la demanda social. Hay uno que se distingue tanto por su relevancia como por la ambigüedad de algunos candidatos: la corrupción.
En la última década poco se ha hecho en materia de lucha contra la corrupción. Tanto el Presidente Néstor Kirchner como su sucesora carecieron de una política en la materia. Por el contrario, quizá su política fue precisamente no tener una, dejando así un enorme vacío de gestión que tuvo un efecto perjudicial en el tramado de agencias estatales vinculadas al control de la integridad en el sector público. El estado de situación es preocupante: una marcada debilidad de los organismos de control, nulo liderazgo en cargos clave, falencias en el marco regulatorio, y, por sobre todas las cosas, una notoria falta de compromiso político por parte del poder ejecutivo en materia de probidad y transparencia, que ha permeado en los distintos estamentos y agencias con responsabilidades en la materia.
En tal sentido, los aspirantes al sillón de Rivadavia enfrentan un desafío complejo. Tal es la gravedad del status quo que quien asuma en diciembre de 2015 deberá hacer mucho más que promover reformas menores o ajustes regulatorios. Por el contrario, tendrá que impulsar cambios estructurales y diseñar in totum una política pública en materia anticorrupción. Hasta ahora, se ha trazado una línea que separa a quienes priorizan este tema de quienes evitan tratarlo. Entre los primeros, el Frente Renovador, PRO y FAUNEN destacan la centralidad de la lucha contra la corrupción y se han embarcado en la presentación de múltiples propuestas para adquirir visibilidad, seducir al electorado no kirchnerista y posicionarse como líderes en la materia. El otro grupo nuclea a los presidenciables que se postulan bajo el paraguas del oficialismo, como Scioli, Randazzo, y Uribarri.
Cabe destacar una paradoja: pese a priorizar el tema, no todos los presidenciables de la oposición han implementado reformas sustantivas en materia de promoción de transparencia y lucha contra la corrupción en sus respectivas gestiones. En muchos casos, no cuentan con oficinas especializadas, los órganos abocados al tema carecen de autonomía funcional y financiera, y sus responsables no han sido designados mediante concursos públicos con participación ciudadana. En otras palabras, abundan las propuestas pero no siempre están avaladas por experiencias consecuentes en sus respectivos distritos.
¿Cuáles serían los lineamientos mínimos de un verdadero plan de acción para luchar contra la corrupción? Primero, aunque parezca una obviedad, se requiere diseñar una política integral anticorrupción y de ética pública, con objetivos y metas que se reflejen en acciones concretas y de manera articulada con los distintos organismos de control. La autonomía de dichos organismos, como por ejemplo la Auditoría General de la Nación (AGN) -que ostenta rango constitucional- no es óbice para generar espacios de coordinación interinstitucional que le den coherencia y efectividad a la políticas de probidad y transparencia.
En segundo lugar, se debe rejerarquizar y fortalecer los organismos de control. El caso más urgente es la Oficina Anticorrupción, que ha sido muy vulnerable a los vaivenes del poder ejecutivo debido a su falta de autonomía. Sin embargo, el listado de organismos cuyo funcionamiento requiere ser revisado no es menor e incluye a la AGN, la Sindicatura General de la Nación (SIGEN), la Unidad de Información Financiera (UIF), la Inspección General de Justicia (IGJ) y la Fiscalía de Investigaciones Administrativas (FIA). Las reformas deberían apuntar a fortalecer la idoneidad, autonomía y rendición de cuentas de todas ellas.
En tercer lugar, se torna inevitable un cambio cultural que instale la transparencia y la ética pública en el centro de la escena política. En tal sentido, la sanción de una ley de acceso a información pública debería constituir una prioridad en la agenda legislativa. Argentina es uno de los pocos países que aún no cuenta con legislación en la materia, pese a la existencia de múltiples proyectos de ley y a dos contundentes fallos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que reafirmaron el rango constitucional de dicho derecho y exhortaron al Congreso a aprobar una ley. En la misma línea, la adopción de estándares de gobierno abierto permitiría reflejar un cambio de paradigma en la administración pública, tanto en materia de transparencia como en la relación con la sociedad. En el campo legislativo también se impone la actualización de los tipos penales para los delitos contra la administración pública, la protección a testigos y denunciantes, y la adopción de estándares modernos en materia de decomiso y recupero de activos.
Si la audacia resultara una de las cualidades del sucesor de Cristina Fernández, este podría impulsar medidas más innovadoras, como repensar las reglas del control. Por ejemplo, se podría fortalecer el rol del Congreso, modificando el reglamento de ambas cámaras para que las comisiones bicamerales de control estén siempre en manos de la minoría. Esto cambiaría drásticamente la ecuación en nuestro parlamento, generando mayores incentivos para la oposición para desplegar su labor de contralor.
El principal desafío consiste en generar acuerdos duraderos entre las distintas fuerzas políticas para consensuar una agenda de reformas y darle continuidad a la lucha contra la corrupción. Sin acuerdos intertemporales, el corto plazo siempre prevalecerá sobre el largo plazo, frustrando así la consolidación de políticas de estado. En tal sentido, la campaña electoral es una excelente oportunidad para sellar un amplio acuerdo político por el cual los partidos se comprometan a apoyar las reformas sin importar quien gane. ¿Será posible?

Artículo publicado en El Estadista, Edición Nº 17, del 14/8/2014.

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