En el año que termina, hubo nada menos que siete elecciones presidenciales en América del Sur, en cuatro de los países que la integran. El signo predominante fue la continuidad, pero la necesidad de llevar a cabo una segunda vuelta en tres de los casos es elocuente respecto de los desafíos que afrontó esa continuidad. Colombia, Brasil, Bolivia y Uruguay, en ese orden, eligieron ratificar en el gobierno a la misma fuerza política, con los tres primeros ratificando, además, a la misma persona en el sillón presidencial. En todos los casos se trata de sistemas políticos competitivos, por lo que la continuidad no viene dada por éstos, sino por condiciones políticas específicas que se dan en cada caso.
Por la amplitud del triunfo de Evo Morales y su Movimiento al Socialismo (MAS), podemos separar a Bolivia de los otros tres países. Cabe distinguir a Bolivia como el único de los cuatro que atravesó un proceso de refundación de su sistema político. Tras la salida del gobierno (y del país) de Gonzalo Sánchez de Losada, en octubre de 2003, el país no sólo atravesó cambios constitucionales, sino un proceso fulminante de extinción de las fuerzas políticas que habían protagonizado las elecciones desde el retorno a la democracia en 1980. De las fuerzas que participaran en las elecciones presidenciales de 2002, la única que sobrevivió, para transformarse en el pivot de un nuevo sistema de partidos fue el MAS, que en aquellos comicios irrumpiera con el 20% de los votos. El partido de Evo Morales no sólo tensionó la política boliviana entre la izquierda y la derecha, sino que también enfrentó pulsiones separatistas como reacción a la política de nacionalizaciones decidida en La Paz.
La elección de Evo Morales para un tercer mandato presidencial, en octubre de este año, ratificó no sólo la condición ampliamente mayoritaria de su partido, sino que trajo como novedad la superación del sesgo regionalista del voto, en tanto el MAS logró no sólo el 61% de los votos en todo el país, sino que fue el partido más votado en todos los departamentos de la media luna oriental, con excepción del Beni. Con este resultado, el MAS no sólo incrementa en casi 4% su resultado de 2010, sino que lo hace aun después de perder a aliados como Juan “Sin Miedo” Del Granado, cuya condición de ex-alcalde de La Paz podía augurar pérdidas de votos en la capital, cosa que no ocurrió de ningún modo: la candidatura presidencial del Movimiento Sin Miedo (que sigue al frente de ese municipio) no alcanzó ni el 3%. La oposición de derecha, dividida entre las candidaturas de Samuel Doria Medina y el ex-presidente Jorge “Tuto” Quiroga, araña un 35% sin poder dirimir las disputas de liderazgo y sin que emerja un oponente carismático para hacerle frente a Morales.
En Colombia, el presidente Juan Manuel Santos vio su reelección zozobrar ante la victoria en la primera vuelta de Óscar Zuluaga, protegido de su antiguo mentor, Álvaro Uribe, y sólo se rehizo en segunda vuelta para ganar con lo justo, con el apoyo disciplinado de sus competidores de centroizquierda de la primera vuelta. El dramatismo de la elección se condensa en un dato: en el balotaje votaron dos millones y medio más de colombianos de los que lo hicieron en la primera vuelta, cuando lo usual es que la eliminación de candidatos en la instancia inicial desmovilice a algunos de los electores cuyos favoritos quedan descartados. La elección trasladó al soberano la posibilidad de laudar en una disputa que ya se había saldado en el palacio, con un Santos que se había desembarazado rápida y contundentemente de la tutela de Uribe. Las dos rupturas más clamorosas habían sido la decisión de Santos de normalizar el vínculo con Venezuela apenas llegado al Palacio Nariño y, más tarde, de encarar el diálogo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que prosigue hasta hoy en Cuba. La ruptura significó la marginación total de Uribe del Partido Social de Unidad Nacional cuya creación él mismo había impulsado, para darle una estructura a la coalición informal de ex-liberales, ex-conservadores y miembros conspicuos del ala política del paramilitarismo. La organización (más conocida como Partido de la U), una vez bajo el control firme del presidente Santos, se transformó en un vehículo para la reunificación del liberalismo, del que proviene el actual jefe de estado, y en un eje centrista para una coalición de gobierno con el Partido Conservador y el Partido Liberal, cuya sigla había quedado en manos de las expresiones más progresistas, luego de la salida de Santos. Pero no pasaría mucho tiempo sin que Uribe, aún ocupado en responder ante la justicia por casos de ejecuciones extrajudiciales y espionaje a opositores, buscara ocupar el cuadrante de la derecha extrema que Santos se había apresurado en abandonar.
Uribe fue completamente ineficaz en sus intentos de influenciar o desestabilizar a su sucesor. Hasta semanas antes del inicio de la campaña electoral se dudaba, incluso de que pudiera hacer que su recién creado partido, el Centro Democrático, tuviera una figuración decorosa en la elección. Sin embargo, una vez comenzada la campaña, Santos se reveló particularmente ineficaz en la movilización de la opinión pública y Uribe explotó al máximo las aprensiones de una gran porción de la ciudadanía respecto de las concesiones a las FARC y realizó un trabajo extraordinario de reclutamiento de caudillos políticos locales en cada rincón del país, explotando de manera óptima las redes del paramilitarismo, para darle un impulso inesperado a su ex-ministro de Economía, Óscar Zuluaga, que obtendría cuatro puntos más que Santos en la primera vuelta. El efecto de la remontada uribista fue paradójico: dejó a Santos con aliados exclusivamente a su izquierda y terminó por servir para fortalecer el mandato favorable a la paz con el que éste finalmente logró su reelección.
La elección más relevante para toda América del Sur, en Brasil, tuvo alternativas cambiantes como nunca se habían visto, pero se saldó con una victoria convincente de la coalición que encabeza el Partido de los Trabajadores y la presidenta Dilma Rousseff. El PT y sus aliados debieron luchar no sólo contra sus adversarios electorales, sino contra los resultados económicos mediocres del último bienio y contra la pérdida de prestigio que significa para el partido gobernante tener a varios de sus fundadores en la cárcel como responsables del mensalão. También las protestas callejeras de 2013 fueron un síntoma preocupante para un partido que (al menos antes de llegar al gobierno con Lula) había sido el único en Brasil en jugar la movilización callejera como un factor de poder político. Dilma Rousseff debió hacer frente además a un nuevo desgranamiento de su base de apoyo, al decidir el Partido Socialista (PSB) su salida del gobierno y el lanzamiento de Eduardo Campos como candidato a la presidencia. Esa deserción significaba potencialmente la pérdida de una porción de su electorado en el Nordeste, base primordial del PSB y corazón geográfico del núcleo duro electoral del lulismo. La situación creada con la deserción de Marina Silva antes de la primer elección de Dilma volvía a producirse y Campos buscó, rápidamente, aliarse con quien lo había precedido en el abandono de la coalición de gobierno. Curiosamente, la estrategia de Campos sólo pareció transformarse en una amenaza existencial al PT cuando murió en un accidente aéreo, dos meses antes de las elecciones. Su muerte no sólo desató una oleada de simpatía espontánea, sino que le franqueó la candidatura presidencial a Marina Silva, que lo acompañaba en la fórmula y era la verdadera depositaria de un apoyo electoral masivo. Las encuestas vieron la intención de voto del PSB cuadruplicarse en cuestión de horas y el PT empezó a desesperarse por la posibilidad de que una porción de su electorado se viera seducida por las credenciales de antigua fundadora del partido de Marina. Esa sola amenaza gatilló un giro en la campaña petista, que pasó a centrarse en la “deconstrucción” de la ex-ministra de Lula. Cegados por el éxito innegable que ese giro tuvo y por encuestas que lo subestimaban, los petistas no vieron cómo tomaba impulso el candidato del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), Aécio Neves.
Los resultados de la primera vuelta fueron un mentís brutal para las encuestas, que acertaron en la estimación del 41% que obtuvo la presidenta y del 21% que obtuvo Marina Silva, pero subestimaron en 10 millones de votos el 33% que obtuvo Neves. Fortalecido súbitamente por la sorpresa que esa falla clamorosa en la demoscopía provocó, Neves planteó un desafío formidable para la segunda vuelta del 26 de octubre, donde logró reducir a tres puntos porcentuales la diferencia con que el PSDB perdió esta vez, frente al 13% de ventaja que Dilma había obtenido frente a José Serra en 2010. El sino de la nueva gestión de Dilma, sin embargo, no estará tan marcado por el desempeño inesperado de Neves, sino por la composición de su base parlamentaria aliada, donde el PT ha perdido una veintena de diputados que fueron ganados por sus aliados de centroderecha. Un menú más conservador en materia de derechos individuales y más ortodoxo en lo económico no debería sorprendernos, así como tampoco que el ímpetu progresista esté más centrado en este nuevo mandato, en una reforma política que elimine los incentivos estructurales a la corrupción que han carcomido la legitimidad del gobierno en estos últimos años.
Por último, en Uruguay, el ex-presidente Tabaré Vázquez resultó la apuesta tanto conservadora como ganadora para el Frente Amplio (FA), que prefirió ir a lo seguro postergando una renovación. Los pronósticos que le auguraban una dura batalla frente a la juventud de Luis Lacalle Pou quedaron en eso, cuando Vázquez no sólo obtuvo cuatro puntos porcentuales más que la suma de los partidos tradicionales, sino que la locomotora manejada por el presidente José Mujica como primer candidato al Senado de la coalición ratificó la mayoría del FA en ambas cámaras. A diferencia de Brasil, la contundencia en primera vuelta ha servido sin dudas para definir la segunda. Contrastando también con lo sucedido en el gigante vecino, Vázquez se encontrará con un FA más escorado hacia la izquierda en el parlamento, dado el éxito de las corrientes internas más orientadas en esa dirección en la obtención de bancas en ambas cámaras.
Los gobiernos reelectos tienen objetivos clave que son tan distintos como precisos en cada cada país: alcanzar una década ininterrumpida de crecimiento con estabilidad macroeconómica en Bolivia, el fin del conflicto civil en Colombia, la recuperación del dinamismo económico en Brasil y encaminar la transición hacia una generación política más joven en Uruguay.
Publicado en Cuadernos de Coyuntura, publicación del Grupo de Estudios de Sociología Histórica de América Latina con sede en el Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC), Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, número 3, diciembre de 2014.