El mismo México que no nunca terminó de contar los muertos de la masacre de la Plaza de las Tres Culturas en 1968 sigue sin poder encontrar a 43 estudiantes desaparecidos en Iguala de Guerrero hace más de dos meses. Ambas historias de represión estatal brutal se unen en más de un punto, revelando continuidades sorprendentes, aunque los 46 años que median entre un episodio y otro separan en buena medida también a dos países distintos.Una vinculación notable es que los estudiantes atacados (seis de ellos muertos en el momento) se encontraban recaudando fondos para poder trasladarse al Distrito Federal para el acto de conmemoración de la masacre de 1968. Producido el ataque contra ellos por parte de la policía municipal de Iguala (todo indica que en una operación conjunta con pistoleros de la banda de narcotraficantes Guerreros Unidos), el destino de la mayoría del grupo estudiantil no puede ser informado por el estado, como no lo fue nunca el número total de los estudiantes masacrados en 1968.
La trama detrás de la masacre y la desaparición de los estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa es, sin embargo, la de un México muy distinto. En 1968, el presidente Gustavo Díaz Ordaz estaba al frente de un régimen político no competitivo donde las elecciones eran simplemente un trámite para renovar la jefatura del único partido que estuvo en el poder durante siete décadas, el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Hoy, aunque el presidente Enrique Peña Nieto también pertenece al mismo partido, el país cuenta con un sistema electoral abierto que condenó al PRI a dos períodos constitucionales en la oposición, hasta su regreso en 2012.
La apertura del sistema político mexicano y el triunfo de la oposición conservadora del Partido de Acción Nacional (PAN) coincidió con la emergencia de una poliarquía en la que los nuevos factores de poder no eran sólo los partidos políticos ahora plenamente reconocidos y los conglomerados económicos y mediáticos que empezaron a conquistar mercados donde antes sólo había estado, sino también uno que es el que hoy plantea el más frontal desafío a México como sociedad abierta: el crimen organizado, con su corazón en el narcotráfico. De un modo que tiene reminiscencias de lo que sucede en la Rusia post-soviética, el deshielo mexicano no sólo ha traído un bienvenido pluralismo político, sino que ha coincidido con la irrupción de los negocios ilegales como una industria de gran escala. El estado democrático ha sido tremendamente permeable a la colonización de muchas de sus agencias. En muchos casos, el narcotráfico se ofrece para apuntalar la permanencia en el poder de políticos, sobre todo a nivel estadual y local, yendo mucho más allá de su asociación temprana con las fuerzas de seguridad que en muchos casos han pasado de combatirlo a transformarse en su brazo armado.
Puestos ante el desafío de competir por el poder, muchos políticos del PRI en los estados han buscado los modos de minimizar las chances de ser sustituidos con mecanismos distintos de los de la mera represión o la proscripción que funcionaron durante 70 años. Los resultados de este esfuerzo por permanecer se ven en los muchos estados donde no se ha interrumpido nunca la predominancia priísta.
Quien era Gobernador de Guerrero cuando se perpetraron los crímenes de Iguala, Ángel Aguirre Rivero, no pertenece al PRI, sino al partido que se reclama de la herencia nacionalista y socializante de Lázaro Cárdenas, el que fue víctima del último fraude a la vista de todos que cometió el PRI en una elección, cuando Ernesto Zedillo se sentó en el sillón presidencial para el que el voto popular había señalado a Cuauhtémoc, hijo de Lázaro. Pero apenas oculto a la vista, detrás del sello del Partido de la Revolución Democrática (PRD) en Guerrero nos encontramos con una facción del PRI que defecciona después de perder una pulseada interna. Ángel Aguirre era senador nacional del PRI cuando su partido le negó la candidatura a gobernador. El salto al PRD, con bagajes y mañas, sólo demoró el tiempo que le tomó al liderazgo nacional del PRD decidirse a aprovechar las ventajas de corto plazo de esa defección, sin preocuparse por lo que Aguirre traía consigo. Dentro del equipaje, venía un entramado de relaciones con el narcotráfico, como el que quedó en evidencia existían entre el alcalde de Iguala José Luis Abarca y (más abiertamente aún) su esposa María de los Ángeles Pineda y los Guerreros Unidos.
Si es cierto que el poder desgasta al que no lo tiene, las acusaciones que señalan los vínculos de tiempos del PRI entre Peña Nieto y Aguirre son algo dañinas, pero es mucho más devastadora para el opositor PRD la evidencia de quiénes fueron los que ordenaron atacar a los estudiantes y los dejaron en manos de los Guerreros Unidos. No escapa a las esquirlas Andrés Manuel López Obrador, recientemente escindido del PRD con su Movimiento Regeneración Nacional (MORENA), que contaba con adherentes en el gobierno estadual. Aunque las protestas callejeras le exigen a Peña Nieto la aparición con vida de los estudiantes, los costos que éste vaya a pagar se cobrarán a mediano plazo. El PRD, en cambio, está sufriendo el estrago de inmediato: la renuncia al partido de su fundador Cárdenas, aunque éste estuviera alejado en los hechos hace tiempo, tiene un valor simbólico elocuente.
El México donde el poder se comparte parcialmente con el crimen organizado es también el de la anomia. Los estudiantes de Ayotzinapa no son enemigos de los narcotraficantes:el cruce tiene todas las señas de lo fortuito. ¿Qué hacían en Iguala, a más de 100 kilómetros de su escuela? Lo que hacen con frecuencia: detenían el tránsito para recaudar fondos para el funcionamiento parcialmente autogestivo de su institución. Habían llegado allí después de secuestrar dos buses en la ruta y planeaban volver por ese mismo medio. Vestigio del experimento de educación socialista del período revolucionario, las escuelas normales rurales, con internados destinados a alumnos hijos de hogares campesinos o pobres, están casi abandonadas por el estado y sus propios alumnos consiguen fondos complementarios. Mientras tanto, reciben educación formal como futuros maestros y se autoeducan en el conocimiento de ideas revolucionarias, del Che Guevara o de ex-alumnos de Ayotzinapa, como el guerrillero de los ´60 Lucio Cabañas, padre putativo de movimientos guerrilleros hoy activos en Guerrero, como el Ejército Popular Revolucionario (EPR) y su escisión, el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI), que acaba de “declarar la guerra” a los Guerreros Unidos.
En la intersección entre agencias del estado copadas por los narcos y agencias del estado abandonadas a su suerte se encontraron en un equívoco trágico políticos corruptos que se creyeron amenazados por una protesta estudiantil que no iba dirigida a ellos, y estudiantes acostumbrados a procurarse estudio y sustento al margen de la ley. En esa zona gris donde el estado no garantizó la ley, el poder fáctico de los narcos impuso la suya, con un castigo de intención ejemplarizadora que busca dejar clara una cosa: el desafío a la soberanía territorial que ellos ejercen no tiene que serlo, sino tan sólo parecerlo, para desencadenar consecuencias funestas.
Publicado en revista Debate, número 512, diciembre de 2014.