El hilo conductor de la ebullición latinoamericana

Gabriel Puricelli

Un fantasma recorre América Latina. En realidad, recorre el mundo. Y no es un fantasma decimonónico. Menos aún es uno al que se le pueda poner nombre, como en aquel mundo más sencillo de antiguo régimen menguante y burgueses y proletarios en auge. En el norte de América del Sur uno de los jefes de un régimen dictatorial lo llamó “un brisa bolivariana”. En el sur del subcontinente un macartista le puso el nombre que todos los macartistas aman odiar, el del fantasma que recorría Europa en el tiempo del manifiesto de Marx y Engels. Detrás de esas nominaciones, sin importar que una sea laudatoria y la otra condenatoria, se esconde la total impotencia para aprehender el fenómeno y una conjuración: que no me toque a mí.

Desechada la supersimplificación que apela a teorías conspirativas para describir lo que continúa pasando en Colombia, Chile y lo que pasó en Ecuador, aparece un hilo que une esas protestas, una resonancia común, que no está relacionada con la política sino con ciertas condiciones sociales comunes. Se trata de protestas cuyo gatillo es eminentemente social y con parecidos que atraviesan las obvias diferencias nacionales. Pertenecen a una variedad distinta a las protestas (también recientes, también multitudinarias, también duraderas) ante el gobierno dictatorial venezolano, ante la deriva autoritaria en Nicaragua, ante la cuestionada legitimidad electoral del gobierno de Haití y ante las irregularidades del proceso electoral en Bolivia. Pero mientras en estas últimas el gatillo de las protestas es inequívocamente local y específico, en las primeras salta a la vista un disparador social sorprendentemente similar.

Aunque no vamos a analizarlas aquí, es importante subrayar que el tumulto latinoamericano está ocurriendo al mismo tiempo que la ciudadanía protagoniza protestas de enorme envergadura en Hong Kong, Irak, Irán y el Líbano. Con toda probabilidad, si nos detuviéramos a cuantificar todas estas movilizaciones en su conjunto, no deberíamos sorprendernos si encontráramos que ya han superado en amplitud los sucesos de Mayo de 1968.

Si volvemos a poner el foco en nuestra región, la oleada que empezó a manifestarse más tempranamente fue el de Colombia, que también es el más “clásico” en cuanto a los modos y a los actores involucrados.

Se trata de un proceso de lenta ebullición que arrancó en abril pasado, cuando el Comando Nacional Unitario, integrado por tres centrales sindicales, convocó a un paro en rechazo a las reformas tributarias, laboral y previsional implícitas en el Plan Nacional de Desarrollo que acababa de proponer el presidente Iván Duque. El movimiento que los sindicatos ponían en marcha y que sucedía simultáneamente con protestas estudiantiles contra la penuria presupuestaria, también se fijó como objetivo defender el Acuerdo de Paz y la Justicia Especial de Paz. Son cuestionados y obstaculizados por Duque, y su ventrílocuo el ex-presidente Álvaro Uribe, desde la campaña electoral que lo llevó a la presidencia. Las protestas y movilizaciones se sucedieron al compás del deterioro del apoyo popular a Duque, hoy apenas por encima del 15%. Alcanzaron proporciones inéditas para la Colombia contemporánea a fines de noviembre y acercándose el final de 2019 el movimiento, conducido ahora por un Comité Nacional de Paro multisectorial, no da muestras de ceder.


Se trata de protestas cuyo gatillo es eminentemente social y con parecidos que atraviesan las obvias diferencias nacionales.


Colombia, con sus antecedentes de abstencionismo y falta de transparencia electoral, con su arena pública ocupada hasta hace no tanto por la violencia, parece un lugar insospechado para esta explosión pacífica y callejera de participación y protesta. Sin embargo, justamente el efecto de la pacificación (relativa pero notoria) y de años de crecimiento económico, contribuyen a crear un escenario donde actores que siempre estuvieron presentes encuentran donde se pueden expresar de un modo que la guerra civil hacía difícil y riesgoso. No hay paradoja cuando señalamos al crecimiento económico como otro factor: eso también crea una situación en la que esos actores se ven impulsados a ir por más.

Allí al lado, Ecuador vivió una erupción que se explica en parte por la incertidumbre que campea en el limbo entre el fin del ciclo político y económico del correísmo. Se cerró en falso con la elección de un delfín, Lenin Moreno, que terminó consolidando su poder propio a expensas de su predecesor y mentor. Moreno no encuentra otra salida al agotamiento del ciclo económico, que ya mostraba síntomas inequívocos en las postrimerías del mandato de Rafael Correa, que terminar en brazos del Fondo Monetario Internacional. Es el mismo actor que había ejercido todo su poder de veto en las salidas anticipadas del gobierno de los presidentes Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez. El movimiento indígena protagonizó una erupción que hasta obligó a Moreno a trasladar la sede del gobierno desde Quito hacia Guayaquil. Una escena repetida en el mundo, una escena repetida en Ecuador, pero protagonizada por un actor que tiene una fuerza organizada peculiar y casi única en ese país.

De un modo que no se da en los demás países que nos ocupan aquí, el conflicto ecuatoriano tiene una configuración triangular: la Confederación de Naciones Indígenas del Ecuador se enfrenta con Moreno, pero tiene una historia de confrontación con Correa. Este esquema contribuye a explicar por qué la erupción ecuatoriana se eclipsa en lugar de continuar, como sucede con los otros pueblos movilizados de la región. Lo que sucede allí no es sólo que Moreno da marcha atrás con el aumento de los combustibles que habían gatillado la protesta. Además, indígenas y gobierno, a la vez que alcanzan un entendimiento explícito sobre esa cuestión, también se entienden implícitamente en no profundizar la disputa para no favorecer el fortalecimiento del correísmo. Ese acuerdo tácito se expresa desde hace semanas en el silencio que rodea a las detenciones o persecuciones arbitrarias de diputados correístas y de su correligionaria, la Prefecta de Pichincha Paola Pabón.

El tercer caso que podemos ver unido por un hilo invisible a los de Colombia y Ecuador es el de Chile. Allí fueron los estudiantes secundarios los encargados de echar en el vaso la gota que lo rebalsó. Con sus evasiones masivas, colándose en el subte santiaguino para impugnar un aumento del boleto que el gobierno del presidente Sebastián Piñera creyó que pasaría sin novedades, como todas las veces anteriores, casi desde que existe el propio subte, pusieron en marcha un proceso de protestas inédito por su masividad, su duración y la violencia de algunas acciones que ocurrieron al mismo tiempo. En una síntesis brutal, podríamos decir que se produjo (y se sigue produciendo) un tsunami de protesta del que participan todos los actores tradicionales, partidos de oposición, sindicatos y, con destacado protagonismo, estudiantes y jóvenes, pero que no es conducido por ninguno de esos actores. Ha tomado vida propia y transcurre en paralelo con las acciones institucionales que se han puesto en marcha para posibilitar la satisfacción de sus demandas.

En Chile no sólo se evaporó la legitimidad de ejercicio del presidente Piñera. Quedaron de lado todos los mecanismos dentro de los cuales transcurrió la política chilena desde 1990 a esta parte. La remoción paciente de obstáculos a la democracia y a la justicia social de la constitución pinochetista, redactada en 1980 y dentro de la cual han debido conducirse sucesivos gobiernos, detuvo abruptamente su marcha cuando Piñera llegó por segunda vez al gobierno. Los cambios que sucesivos gobiernos de coalición liderados por democristianos o socialistas, a pesar de un minimalismo, que algunos podrían considerar exasperante, se habían chocado ya con los límites del marco constitucional que Augusto Pinochet obligó a aceptar para irse finalmente a su casa durante el primer gobierno de Michelle Bachelet. El interregno del primer Piñera detuvo el impulso reformista y, precisamente por eso, Bachelet centró su campaña para volver a la presidencia en la promesa de una reforma constitucional. Durante un segundo mandato con resultados por debajo de las expectativas creados por el primero, Bachelet impulsó pero no tuvo tiempo de concretar la agenda constituyente y su sucesor, de nuevo Piñera, congeló el proyecto.

Es un ejercicio contrafáctico fútil preguntarse si la continuidad de ese proyecto hubiera evitado las protestas actuales. Lo cierto es que los partidos políticos han interpretado que se trata del camino a retomar y esa ha sido la principal respuesta al descontento. La demanda por la reforma ha estado presente en las protestas, pero éstas abarcan una paleta de demandas y están tan desprovistas de un liderazgo orgánico que no es posible saber si bastará con encarar el proceso constituyente. La consulta ciudadana no vinculante al respecto, organizada por la Asociación Chilena de Municipalidades el pasado 15 de diciembre, parece indicar que es camino viable, aunque no hay que omitir que el 91% que se pronunció por la reforma representa a menos de la sexta parte de los electores habilitados. Es razonable pensar que la violencia anómica que ha acompañado a las protestas desde el principio habla de un malestar social y de una rasgadura del contrato social que aún una nueva constitución podrá tener dificultades en suturar.

Como decíamos al principio, buena parte de América Latina está convulsionada, así como amplias regiones del mundo también lo están. Identificamos aquí tres situaciones particulares que hemos descripto someramente y nos limitamos a mencionar otras, porque creíamos percibir un hilo que conecta a éstas: ni Colombia, ni Ecuador, ni Chile vienen de ciclos económicos negativos, independientemente de la coyuntura inmediata actual.


La demanda de mayor igualdad en la región encierra una enorme promesa para la democracia y la justicia social.


Podemos situar a los tres países en trayectorias de largo plazo de crecimiento y de mejoras de las condiciones de vida. Esto es clave para entender las protestas. Sin haber avizorado las posibilidades de mejora, las protestas no habrían alcanzado estas proporciones. Contrariamente a las movilizaciones puramente defensivas que hay en los países en los que se vive una emergencia política vinculada al deterioro o la pérdida de la democracia, donde se cuestiona la legitimidad de autoridades o procesos electorales, los casos de Colombia, Ecuador y Chile parecen tener características de ofensiva. Pueden ser vistas como movidas por la exigencia de que la velocidad del cambio social sea mayor, ahora que se ha percibido que ese cambio es posible. Si esto es así, la demanda de mayor igualdad (frente a desigualdades que no importa si son reales o percibidas) encierra una enorme promesa para la democracia y la justicia social.

Al mismo tiempo, estas demandas dialogan (si es que lo hacen) problemáticamente con las representaciones políticas a disposición. En el caso colombiano, por la fragmentación político-geográfica del país, en el caso ecuatoriano, por la historia de desencuentros entre los indígenas y el correísmo, y en el caso chileno, por cómo se han visto superados los partidos antiguos y nuevos por la dinámica de la calle. Allí hay un desafío enorme a resolver, vistas las impugnaciones que la democracia viene sufriendo en tantas latitudes y las respuestas (cuando las hay) a destiempo de los distintos sistemas políticos.

 

Nota publicada en Revista Replanteo, edición de enero de 2020.

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