El conflicto palestino-israelí tiene un efecto atrozmente paradójico: para el observador extranjero tiene el regusto de lo repetido; para quienes están envueltos en él, tiene el dolor y el horror de la muerte, que son irrepetibles. En un momento en que los caídos palestinos se cuentan por miles y los israelíes por decenas, es más fácil avizorar la detención de la actual oleada letal que el cambio de las condiciones que hacen que estas oleadas se repitan.
Veamos primero los elementos fundamentales del conflicto, tal como está planteado hoy. Por un lado, la ofensiva militar total lanzada por las Fuerzas Israelíes de Defensa, a pesar de seguir un patrón reiterado, es distinta a las anteriores en tanto es la primera de semejante escala que se produce después de las revueltas de la “Primavera Árabe” y se da en el nuevo marco regional al que el reflujo de ese proceso ha dado lugar. También es la primera acción de esta envergadura que Israel acomete después del discurso del presidente Barack Obama en la Universidad de El Cairo, donde anunció un reset (que sigue fracasando de manera resonante todos los días) de sus relaciones con el mundo árabe. Por el otro, Israel tiene como objetivo militar el aniquilamiento de Hamas, el movimiento integrista islámico que nació al influjo de la primera Intifada, en 1987. Es decir, el objetivo es un grupo que no forma parte del movimiento de liberación nacional histórico, laico, representado por la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), sino una organización que además de religiosa es panárabe, parte de una red transfronteriza que tiene en los Hermanos Musulmanes de Egipto una expresión formidable. Estos dos elementos, analizados conjuntamente, permiten una primera clave de interpretación de esta fase del conflicto.
Las revueltas en el norte de África y en Medio Oriente que comenzaron en 2011 provocaron gran desconcierto y ansiedad en Israel. Paradójicamente, la única democracia pluralista plena de la región se encontraba ante la posibilidad de la democratización de una gran parte de su vecindario. Con una hipotética democracia, parecían venir cambios que amenazarían la seguridad de Israel. La desconfianza y la antipatía israelí ante ese proceso fueron casi inmediatas. El mayor centro de preocupación era Egipto, el único país árabe poderoso con el que Israel tiene un acuerdo de paz. Si las revueltas dieron alas a movimientos islamistas en todos los países donde se produjeron, el tipo de Islam político que emergía tenía tonalidades muy variadas: desde la moderación tunecina hasta la expresión pura y dura en Egipto. Dentro del mundo musulmán, pero fuera del mundo árabe, en Turquía, ya se había producido un proceso intranquilizador para los israelíes. Con el retroceso de los militares que tutelaron una democracia restringida desde el establecimiento de la república de Atatürk y la llegada al poder del Partido de la Justicia y el Desarrollo de Recep Tayyip Erdogan, Israel había perdido a su único aliado en el lado asiático del Mediterráneo, un país, además, miembro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
La breve estadía en el poder en El Cairo de Mohamed Morsi, un miembro de los Hermanos Musulmanes, como el primer presidente electo en comicios competitivos en Egipto en décadas, fue la señal de alarma definitiva para Israel. La perspectiva de un vecino que pudiera desconocer los acuerdos de Camp David de 1978 entre Menahem Begin y Anuar Sadat era del todo inaceptable para Israel y constituía un rompecabezas para EE.UU., que había apoyado las revueltas en el norte de África y de pronto se encontró con que conducían a un terreno incógnito para Washington. Sin que Israel tuviera que hacer nada, las fuerzas armadas egipcias se encargaron de que Morsi durara tan sólo 13 meses en el poder antes de arrumbarlo en una cárcel y de volver a proscribir a los Hermanos Musulmanes. Esa “vuelta a la normalidad” tranquilizó al establishment de defensa israelí, pero no debilitó la convicción que se había hecho carne en esos días de Morsi en el poder, de que había que erradicar a los camaradas de los Hermanos Musulmanes en Gaza.
Mientras este pensamiento se instalaba en los círculos de defensa, Israel tuvo elecciones generales en enero de 2013, un proceso que se destacó por la ausencia del tema de la guerra y de la paz como cuestión importante de la campaña. La elección constituyó un nuevo desplazamiento del centro de gravedad de la política israelí hacia la derecha, sin que ello automáticamente se tradujera en un endurecimiento de las de por sí duras condiciones vigentes en la ocupación de los territorios palestinos, en particular con el bloqueo de la Franja de Gaza, del que participa también Egipto. Aun inclinándose hacia la derecha, el electorado israelí no entregó el año pasado ningún mandato al primer ministro Benjamin Netanyahu en materia de defensa. Era necesario encontrar el momento de movilizar a la opinión pública para conseguir ese mandato para llevar adelante el plan estratégico que había madurado en los últimos tres años en el estado mayor militar y político del país. El bárbaro asesinato de los adolescentes israelíes Naftali Frenkel, Gilad Shaar y Eyal Yifrach fue la chispa que pondría en marcha este nuevo intento, con pretensiones definitivas, de suprimir el accionar militar de Hamas. Sin embargo, sin las protestas en Cisjordania y los ataques con misiles desde Gaza que sucedieron a la venganza de la extrema derecha israelí por los adolescentes muertos, asesinando al joven palestino Mohammed Abu Khdeir, el escenario para justificar la autodefensa de Israel no habría estado completo. Lo que siguió no sólo está produciendo muertes en una escala inusitada y desproporcionada, sino que revela un nuevo orden en la región.
EE.UU. enfrenta la enésima escena en la que no puede traducir su hegemonía planetaria en una conducción política del conflicto: sus llamados al cese el fuego no sólo son ignorados, sino que son respondidos con ataques cada vez más desenfadados a sus líderes, en particular el secretario de Estado John Kerry, a quien se ha llegado a señalar como “amigo de Hamas”. En el mundo árabe se destaca el silencio no sólo de Egipto, sino de Arabia Saudí y de los Emiratos Árabes Unidos, que prefieren ver caer el peón de Hamas en el juego estratégico regional que los enfrenta a Irán. Qatar y Turquía son dos jugadores relativamente nuevos que sí han llamado a detener a Israel.
Finalmente, el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abbas, se enfrenta impotente a la matanza de civiles y teme no sólo el crecimiento de la popularidad de Hamas, sino la posibilidad de una tercera Intifada en el único territorio que controla realmente, Cisjordania. El debilitamiento del actor palestino que reconoce el derecho de Israel a existir no podría ser nunca una buena noticia para Israel, pero parece no haber cálculo político detrás del poder de fuego incalculable con que sus fuerzas militares se han lanzado sobre Gaza.
Artículo publicado en la Edición 509 de la Revista Debate.