EE.UU., China y Rusia: un triángulo escaleno

Gabriel Puricelli

La incapacidad de EE.UU. para resolver recientes conflictos internacionales, el avance “pacífico” del gigante chino y los logros de la insolencia rusa en Crimea y Siria llevaron a desempolvar la vieja noción de “Guerra Fría”. Sin embargo, el desarrollo del capitalismo actual puede pensarse como el enfrentamiento entre dos grandes locomotoras y una ex potencia, que más allá de los recursos naturales y la retórica, sólo tiene un arsenal de armas nucleares.

El fin de la bipolaridad de la Guerra Fría, además de ser un acontecimiento histórico de envergadura, abrió la ventana a las más desenfrenadas especulaciones teóricas, con sus secuelas de inflación semántica. A principios de la década del noventa, uno de los popes del realismo en el ámbito de las relaciones internacionales, Charles Krauthammer, cantó las loas del “momento unipolar”. Fue más prudente que algunos de sus contrincantes que, sin dejar pasar mucho tiempo, empezaron a extender certificados de declinación al único Goliath militar que quedó en pie. Citan para ello síntomas como la incapacidad que viene mostrando EE.UU. en consolidar un orden post-bélico en Irak. No faltan tampoco, a 23 años de la implosión de la URSS, quienes señalan a la China de Deng (con mil disculpas a Mao) como la prueba de un deseado, más que probado, encogimiento de los Estados Unidos. Más recientemente aún, aparecen los que proyectan nostalgia en el canto del cisne ruso, creyendo que alguien vuelve a ser potencia a caballo de los precios de los recursos naturales no renovables, hoy otra vez en baja.

Los “tiempos interesantes” que la maldición china nos auguraba tienen una ingravidez que hace difícil, sino ilusorio, hacer pie en aserciones categóricas sobre el futuro. Son tanto un desafío a la política exterior de los países, como una desmentida práctica de la idea de que una filosofía anida en la historia, de que hay algo escrito de antemano, una estación de llegada cuyo nombre está en el boleto que nos acaban de picar.

Los ingredientes, por cierto, están allí. Se prestan a muchas combinaciones, aunque no a cualquiera. Una configuración posible para describir el momento actual es un triángulo escaleno. Como nos enseñaron en la primaria, se trata de una figura geométrica cuyos tres lados son distintos. Tan distintos como los EE.UU., China y Rusia, en orden decreciente.

Primero, lo obvio: un país que gasta en su presupuesto de defensa lo mismo que la suma de lo que gastan todos los demás vecinos del planeta es una superpotencia. Su capacidad de vencer, que es lo que cuenta, no puede ser puesta en duda, aunque flaquee su capacidad de convencer, que es lo que nos gustaría que cuente. El lado más importante del triángulo es el de los EE.UU., sin que el empantanamiento de la situación en Medio Oriente o la imposibilidad de darle a Ucrania más cobijo que el arropamiento retórico pongan esto en cuestión. En ninguno de esos lugares hay una amenaza existencial para los EE.UU.: esa es la principal razón por la cual usa, en ambos, recursos limitados.

En segundo lugar, algo que se ha vuelto previsible contra toda previsión: el “ascenso pacífico” de China. Aunque todos demos por sentado que el gigante asiático va a ir alcanzando a los EE.UU. en los indicadores de poder duro, empezando por los económicos en un período históricamente breve, la disparidad militar entre ambos impide que el gigante asiático ocupe otra cosa que el segundo lugar del triángulo. En 2013, por primera vez, el presupuesto de defensa chino alcanzó a ser poco más de la mitad de lo que significó el de los EE.UU. en proporción al tamaño de sus respectivos PBI. Aun así, no representó más que la cuarta parte del presupuesto de la superpotencia, medido en dólares.

Este es el indicador más citado para ejemplificar ese ascenso pacífico hacia una condición de potencia global. Sin embargo, una mirada a la relación entre Beijing y Washington, desde el histórico viaje del presidente Richard Nixon a China, en 1972, muestra que desde antes de la muerte de Mao, el principio que orientaría la política exterior sería el del respeto del statu quo. El punto de apoyo de esa política es un vínculo privilegiado con Washington, con dosis variables de acuerdos y desacuerdos políticos, combinados con una interdependencia compleja y estrechísima en materia comercial. EE.UU. es el principal destino de las exportaciones chinas (el 17% del total), más que duplicando al país que le sigue, Japón. China, a su vez, es acreedor de más de un 20% del total de la deuda externa de los EE.UU., es decir que acumula cerca de 1,3 billones de dólares en bonos del Tesoro estadounidense.

Luego, lo aparentemente preocupante: tanto en Ucrania, como poco antes en Siria, Rusia amaga erguirse como un oso soviético ante EE.UU. y hay quien ve en eso un espejismo de la Guerra Fría. Sin embargo, la influencia rusa se recorta a una escala estrictamente regional, ya que carece del tamaño económico y la potencia industrial de la URSS, que acompañaron, en su momento, al único atributo de potencia global que mantiene: su arsenal de armas nucleares. Por cierto, otro atributo que adornaba a la URSS, la ideología de Estado, también está en el arcón de los recuerdos: eso hace que la definición de interés nacional de Rusia no vaya más allá de su supervivencia como Estado, sin la pretenciosa apelación de antaño de ser la metrópoli de los trabajadores del mundo. Para terminar de hacer de Rusia el lado más breve del triángulo imaginario del que hablamos, su vieja condición de potencia euroasiática está también en cuestión, por el ascenso de quien fuera gemelo ideológico de la URSS hasta los años 60: China.

De modo tal que tenemos un triángulo cuyos dos lados mayores, aun asimétricos entre sí, están firmemente unidos por uno de los vértices. Los puntos en que EE.UU. y China se unen con Rusia, sin embargo, constituyen uniones lábiles, que sufren permanentes tensiones, aunque de distinto tipo.

Por un lado, Rusia, que había desarrollado una política de entendimiento y cercanía con los EE.UU. desde los días del desmembramiento de la URSS y hasta promediado el primer mandato de Vladimir Putin en el Kremlin, intenta con los escasos recursos de poder duro a su disposición cuestionar el liderazgo de los EE.UU. Esto se traduce en un activismo permanente en su propia periferia europea y del Cáucaso, como si Moscú todavía fuera el centro de la Unión Soviética y no sólo la capital de Rusia. Este revisionismo ruso se ha manifestado de maneras tanto pasivas como activas. Entre las primeras, está su rechazo a involucrarse en la coalición que EE.UU. formara en 2003 para invadir Irak; entre las segundas, su apoyo a los secesionismos de Osetia del Sur, Abjazia, Transnistria y Nagorno-Karabaj y su recentísima anexión de Crimea.

Por otro lado, Rusia trata busca asociarse con China para contrabalancear globalmente a los EE.UU., y para, al mismo tiempo, diversificar su clientela consumidora de gas y petróleo, hoy fuertemente concentrada en la Unión Europea. En lo que hace al primer objetivo, choca con la indiferencia china y su decisión de no desafiar a los EE.UU. En lo que hace al segundo, se encuentra con el interés chino y su necesidad de brindar fuentes de energía seguras a su crecimiento económico. Expresión de esto último es el acuerdo de provisión de gas ruso a China, que si se materializa según lo acordado hace cinco meses, garantiza a la locomotora de Beijing la energía necesaria para el itinerario que tiene trazado entre 2018 y 2048.

Los diez años que le tomó a Moscú convencer a los chinos de las bondades de un acuerdo de estas características son el síntoma de una desconfianza mutua que nunca se recuperó de la ruptura entre las dos metrópolis, entonces comunistas, tras la muerte de Stalin en 1953; que se agudizó con la denuncia por Jrushchev de los crímenes de éste, en 1956. Si las diferencias entonces estaban alimentadas tanto por conflictos ideológicos como por disputas limítrofes (que habían llevado en 1969 a un enfrentamiento en el río Ussuri con decenas de muertos), las de ahora son de una naturaleza muy diferente. Saldadas las cuestiones limítrofes mediante un acuerdo en 2005, lo que separa hoy a Moscú de Beijing es el modo en que sus líderes van construyendo su respectivo lugar en el mundo.

La ecuación puede ser descripta así: China necesita a Rusia como fuente de recursos energéticos, pero no quiere asumir la carga de conflictos con los EE.UU. que lleva sobre sus espaldas Moscú. Pero eso no impide que haya coincidencias, más allá de los confines estrechos del vínculo comercial. El patrón de votación de ambos países en la ONU, bastante similar, podría inducir erróneamente a pensar que se comportan así a partir de una identidad de intereses, cuando en realidad sucede algo muy distinto. Cuando Rusia veta en el Consejo de Seguridad resoluciones de los EE.UU., lo hace por puro revisionismo. Cuando China adopta idéntica actitud, lo hace porque defiende un status quo donde prima el principio de no intervención (que a los rusos tiene notoriamente sin cuidado), tanto para evitar atraer la atención de la comunidad internacional sobre los conflictos que el gobierno de Beijing tiene en Xinjiang o el Tíbet, como para que nadie se meta en otros lugares del planeta donde los chinos tienen intereses cada vez más importantes, en particular países africanos donde se violan sistemáticamente los derechos humanos.

Otra cuestión que diferencia a Rusia de China es que la primera está dispuesta a arriesgar costos económicos para reafirmar un papel de influencia política en su periferia más cercana, como lo vemos cuando soporta sanciones económicas y cuando disloca su comercio exterior suspendiendo las compras –principalmente de alimentos– a Europa, aun cuando no esté claro que va a poder conseguir de inmediato aprovisionamiento seguro y estable. China, en cambio, no está dispuesta a poner en juego su actual expansión imperialista (dicho esto en referencia a su creciente exportación de capital, característica definitoria de lo que Rudolf Hilferding y Lenin llamaron imperialismo), en aras de objetivos políticos vagamente definidos. China aspira a mucho más que a influir sobre su periferia, cosa que ya hace con mucha menos turbulencia que Rusia, pero sabe que los objetivos de su ambición última requieren de paciencia, antes que de altisonancia.

Si este triángulo se conforma tal como lo hemos descripto aquí, bien haríamos en pasar de largo cuando nos sugieren desempolvar la noción en desuso de Guerra Fría y concentrarnos en entender las tendencias del desarrollo del capitalismo de nuestro tiempo. EE.UU. y China son dos locomotoras, una que ha alcanzado su velocidad de punta y otra que probablemente la supere. Rusia no es más que una estación para esta última.

Publicado en Revista Turba, número 4, diciembre de 2014.

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