Al votar del modo que lo hicieron el jueves pasado, británicos y norirlandeses no dieron una indicación clara de qué gobierno quieren, pero reafirmaron, como lo vienen haciendo desde hace décadas, que los conservadores son una minoría, que sólo puede aspirar a ser gobierno si se mantiene el actual sistema electoral. Sólo las circunscripciones uninominales vigentes en el Reino Unido desde que existe el voto universal permiten que los conservadores, con poco más de un tercio de los votos, se acerquen a controlar la mitad de la Cámara de los Comunes y que los laboristas, con algo más de un cuarto, arañen 40% de las bancas, mientras los liberal-demócratas, aún pisándole los talones al oficialismo saliente, tienen que conformarse con menos del 10% de la representación. La concentración del voto laborista en las circunscripciones con población de menores recursos y en Escocia y Gales le permitió al partido traducir muy eficazmente el apoyo electoral en bancas, mientras la dispersión del voto de los terceros en discordia implicó que perdieran diputados a pesar de obtener más votos que en 2005. La disyunción entre voluntad ciudadana y representación se hizo más visible que nunca en la larga historia del parlamentarismo anglosajón.
Si las negociaciones que se llevan a delante por estas horas hicieran Primer Ministro a David Cameron, se daría una situación que no es inédita en países con este tipo de sistema. Consciente de que los conservadores se habían vuelto estructuralmente minoritarios, Tony Blair se había propuesto, cuando fue electo por primera vez, ir hacia un sistema con algún grado de proporcionalidad, que transformara a una coalición “Lab-Lib” en la opción natural de gobierno, condenando a los conservadores a una generación fuera del poder. Fueron los propios diputados laboristas (incluido Gordon Brown) los que torpedearon esa propuesta de reforma, que era esencialmente aquello que venían reclamado los liberal-demócratas desde su nacimiento. El predecesor de Brown había previsto una situación como la actual: con un sistema electoral distinto, las fuerzas a la izquierda de los tories contarían hoy con mayoría en el parlamento.
Con la aritmética resultante de la elección, sólo la alianza que Cameron ofrece a los liberal-demócratas (hoy situados algunos grados a la izquierda de un decolorado laborismo) puede alcanzar esa mayoría, pero si el partido de Nick Clegg se tentara con acceder a cargos ministeriales por esa vía, se arriesgaría a perder la única chance en décadas que ha tenido de forzar una reforma que haga más representativo al parlamento y más gravitante a una fuerza condenada a la marginalidad por unas reglas perversas.
Los laboristas, en una conversión in extremis a la causa de la proporcionalidad, están dispuestos a ofrecer su apoyo a esa reforma, mientras que Cameron sólo ha ofrecido una comisión de estudio de la cuestión. Si Clegg leyó alguna vez el aforismo de Perón respecto de la función que cumplen las comisiones, seguramente rechazará el convite. La puerta quedará entonces abierta para un inestable gobierno tory minoritario que podrá hundirse en paralelo a la devaluación previsible de la libra o para una coalición también minoritaria pero más duradera de laboristas y liberaldemócratas. Blair sonreirá sin dudas satisfecho si su partido logra el milagro de seguir en el gobierno después de 13 años de desgaste, de una campaña con gaffes monumentales y de llevar de abanderado al candidato menos apto posible para la era de los reality shows, haciendo lo que él propuso allá por 1997.
Publicado en Página/12, 10 de mayo de 2011.