Dos certezas se confirmaron en Venezuela: Hugo Chávez dejó de ser un líder emergente de una crisis y está al frente de un movimiento político poderoso y perdurable y la oposición, con todas sus tonalidades –desde la derecha pura y dura hasta los ex chavistas– encontró una unidad y construyó un perfil de líder que la hizo competitiva y la alejó del estigma de ser flor de un día.
En 1998 y 2000, y en alguna medida también en 2006, Chávez era la única realidad política cierta en un sistema político en flujo, en el que las fuerzas que se le oponían no habían dejado de alejarse del Big Bang originario del Caracazo de 1989. Casi una década y media después, Chávez preside un país en el que un nuevo bipartidismo empieza a consolidarse y donde las elecciones no son simples referendos para ratificar un jefe de Estado, sino un proceso en el que hay que demostrar ser mejor que un otro que más que un simple contrincante es un posible remplazo.
Para superar la prueba, Chávez tuvo que luchar en varios frentes. Ha debido convencer a una parte del electorado de que estaba venciendo en su lucha contra el cáncer, de que podía asegurar lo tendrían como presidente a él y no a ese sucesor esquivo cuyo nombre el propio chavismo desconoce. Ha tenido que lidiar con un candidato inteligente que esquivó el clinch al que trató de atraerlo durante toda la campaña, buscando un “ojo por ojo” retórico al que Henrique Capriles no se prestó. Tuvo que pelear contra un candidato opositor que se comportó como su sombra, imitando su estilo, su vestimenta, emulando su esfuerzo por hacer de la campaña una movilización de masas permanente.
Aún vencedor en estas batallas, el chavismo que encara estos seis años en el gobierno sabe que la oposición demostró haber aprendido varias lecciones y que no va a acomodarse en el papel de víctima que tanto le facilitó las cosas a Chávez en el pasado. Con toda la frustración de una nueva derrota, el haberse acercado tanto en dos elecciones consecutivas (las parlamentarias del septiembre de 2010 y estas presidenciales) va a funcionar sin dudas como un hecho galvanizador.
Ganar elecciones, de ahora en más, significará para el chavismo renovar las razones de su existencia y llevar a término elementos clave de una agenda pendiente, entre ellos la necesidad de terminar con la dependencia alimentaria. Saber que la victoria es menos automática cuanto más se aleja Venezuela del trauma que parió el chavismo originario, es un tipo de exigencia con el que la llamada revolución bolivariana deberá ajustar cuentas, para perdurar sin contar ya con ese default que fue antes la oposición y que no parece dispuesta a volver a ser.
Publicado en Tiempo Argentino, 9 de octubre de 2012.