El 18 de abril, una oleada de manifestaciones comenzó en Nicaragua para oponerse a una reforma jubilatoria. Cuatro meses y 300 muertos después, la continuidad del presidente Daniel Ortega está en cuestión.
Ver las noticias provenientes de Nicaragua en estos días nos hace preguntarnos lo que se preguntaba Zavalita, el personaje de “Conversación en la catedral”, de Mario Vargas Llosa, sobre el Perú: ¿en qué momento se jodió? Más de 300 muertos (y esperemos que no sean ya muchos más cuando estas líneas estén impresas) por la represión estatal y paraestatal desde el 18 de abril, cuando comenzaron las protestas contra una reforma del sistema jubilatorio, son la imagen que pinta la coyuntura urgente del país centroamericano que preside el eterno Daniel Ortega.
Las masivas protestas callejeras (que llevan ya más de cuatro meses) fueron más que la reacción de parte de la ciudadanía a la propuesta gubernamental de incrementar el aporte de los trabajadores al sistema previsional y de limitar ciertas prestaciones de salud a los jubilados: fueron el momento de explosión de tensiones políticas que se acumulan al menos desde 2009, cuando Ortega obtuvo de la Corte Suprema de Justicia (con mayoría de magistrados sandinistas) un fallo que lo autorizó a presentarse para su reelección en 2011, a pesar de la prohibición que establecía el artículo 147 de la constitución. En 2013, ya reelecto, un Congreso controlado por una abrumadora mayoría de su Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) realizó una reforma de la constitución de dudosa constitucionalidad y derogó directamente la prohibición, habilitando la posibilidad de la reelección indefinida. A esta eliminación de los límites a las aspiraciones de Ortega se sumó en 2016 la candidatura a la vicepresidencia de quien ya era de hecho la número dos en el gobierno: su esposa Rosario Murillo. Aún si el artículo 147 (todavía después de la reforma de 2013) dice que “no podrán ser candidatos (…) a Vicepresidente de la República (…) los que sean o hayan sido parientes dentro del segundo grado de afinidad del que ejerciere o hubiere ejercido en propiedad la presidencia de la República en cualquier tiempo del período en que se efectúa la elección para el período siguiente”, el Consejo Supremo Electoral entendió que Murillo, como cónyuge, no estaba comprendida dentro de la definición de “afinidad”, sino que sólo lo estaba la familia política de Ortega, es decir, la familia de sangre de Murillo.
¿Quién es Ortega, quien hasta bien entrado este año parecía sólidamente anclado en el poder? ¿En qué momento de su historia económica se halla Nicaragua?
Del hombre se puede decir que es el líder sin el cual no se explica la historia del país desde 1979. Presidente de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional que reemplazó al dictador Anastasio Tachito Somoza tras el triunfo de la Revolución Sandinista, Ortega encabezó el primer gobierno revolucionario de inspiración socialista que eludió la tentación de transformarse en régimen de partido único: organizó (y ganó) elecciones multipartidistas en 1985 y entregó el poder a una opositora democráticamente electa en 1990. Le tocaría perder a manos de la derecha en dos elecciones más, en 1996 y 2001, pero no abriría mano de su control del FSLN, donde vería nacer una disidencia que se tradujo en el éxodo de la mayoría de los miembros de la Dirección Nacional histórica que condujo la lucha armada contra la dictadura somocista. Parte de ellos hoy integran el opositor Movimiento Renovador Sandinista (MRS). En sus tres períodos presidenciales en la oposición (y tras tres elecciones donde orilló siempre el 40% de los votos), Ortega no sólo fue perdiendo viejos compañeros de lucha por el camino, sino que fue encontrando modos de hacer pesar su influencia aún no estando en el gobierno y de construir puentes con viejos enemigos para asegurarse la vuelta al poder. En 2000, firmó un acuerdo con el entonces presidente conservador Arnoldo Alemán, conocido en Nicaragua como El Pacto, a secas, que se propuso consolidar un bipartidismo conservador-sandinista. El Pacto dificultó la participación electoral de fuerzas menores, disminuyó a 40% (o 35% y una diferencia de más de 5% respecto del segundo ubicado) el porcentaje de votos necesario para alzarse con la presidencia y consagró un loteo de cargos judiciales y de diversos entes estatales entre los seguidores de Alemán y los de Ortega. A la larga, las divisiones de la derecha, que esperaba que un piso electoral más bajo le facilitara la permanencia en el poder, terminaron favoreciendo a Ortega, que fue muy hábil reemplazando a los compañeros que lo abandonaban por viejos enemigos interesados en llegar al gobierno con él. Entre esos viejos enemigos, Ortega cultivó en especial al Cardenal Miguel Obando y Bravo, arzobispo de Managua y archienemigo del sandinismo tras el triunfo de la revolución: a él le ofrendó, mientras todavía estaba en la oposición, su matrimonio religioso, en 2005, y la penalización, apenas retornado al gobierno, del aborto terapéutico, que había estado permitido en Nicaragua desde 1891.
En su encarnación posrevolucionaria, Ortega lideró desde 2007 un país, que no está en 2018 en una situación de crisis económica. Con más de seis millones de habitantes, Nicaragua tiene pleno empleo, una inflación anual de menos del 6%, un cuarto de la población bajo la línea de pobreza y un ingreso anual per capita de 2.130 dólares, que creció un 76% desde que Ortega volvió a la presidencia. La economía en su conjunto atravesó su última recesión (producto de la crisis global de aquel momento) en 2009 y viene creciendo a tasas que orillan el 5% todos los años desde 2013. Este último dato es importante: dada la importancia que tiene el petróleo subsidiado que recibía de Venezuela, había preocupación acerca del impacto en Nicaragua del derrumbe catastrófico de aquel país, pero esto no se ha dado. Así y todo, sólo hay dos países más pobres en el continente americano: Haití y Honduras.
No es la economía la que explica el despertar opositor en Nicaragua. Parece sí que se han agotado los trucos políticos de un líder cuya permanencia en el poder no dependía tan sólo de su sólida base electoral, sino de la desactivación de la sociedad civil y de la división de la oposición. La respuesta represiva ultra violenta, en lugar de volver a desactivar la movilización ciudadana, ha sido percibida como una evidencia de que el poder del tándem Ortega-Murillo era menos sólido de lo que parecía.
La revuelta en curso en Nicaragua no surgió de la nada, pero la aceleración de la crisis política impresiona. Ortega debería terminar su actual mandato, el cuarto, en 2022. A fines de junio, la oposición pedía un referendo para consultarle a la ciudadanía si había que adelantar las elecciones: el presidente rechazó de plano la posibilidad. A fines de julio, ese mismo presidente puso sobre la mesa la posibilidad de realizar esa consulta. Su poder ha menguado de tal modo que lo pone ante la disyuntiva de seguir comportándose como un Somoza o de redescubrir a ese Ortega joven que dejó el poder pacíficamente en 1990.
Publicado en la edición de la revista COLSECOR noticias de septiembre de 2018.