Después de llevar adelante una campaña presidencial victoriosa con una retórica vagamente inspirada en el “hagamos a los EE.UU. grandes de nuevo”, las pocas palabras que el presidente electo de Brasil, Jair Messias Bolsonaro, y su entorno han pronunciado desde la noche del 28 de octubre han servido para reiterar algunos tópicos fascistas y para dejar entrever una visión paradójica de Brasil con destino de enano internacional.
Como para dejar en claro que los dichos de campaña no eran parte de una mera estrategia polarizante, sino que expresaban valores arraigados en el entonces candidato, el futuro presidente brasileño arrancó su primer día como presidente electo anunciando que el tercer diario más leído del país, la Folha de São Paulo “se acabó” y aseguró que luego de asumir le retiraría toda la publicidad oficial a todo medio que se comportare “de manera indigna”. En los tópicos vinculados a las libertades, la reiteración de las amenazas contra éstas no autoriza a hacerse ilusiones sobre un comportamiento democrático en el futuro. No hay improvisación sobre las cuestiones que hacen al corazón oscuro de los valores del bolsonarismo: hay una larga meditación detrás de ellos.
Las confirmaciones acerca de las políticas que los seguidores del presidente electo planean llevar adelante no escasean a ningún nivel. El gobernador electo de Rio de Janeiro, el ex-juez Wilson Witzel ha indicado que espera que la policía militar de su estado dispare a la cabeza de cualquier delincuente con el que sus agentes se enfrenten, ha señalado que es hora de “cavar fosas” para malvivientes muertos y ha sugerido que se podría incrementar la capacidad de alojamiento del sistema penitenciario fluminense con navíos-presidio.
El contraste entre la profusión de propuestas de mano dura o de combate paralegal contra el crimen y la vaguedad en la enunciación de políticas públicas a implementar en otras áreas por el gobierno que asumirá el 1º de enero de 2019 no podría ser más nítido. Cuando se trata de precisar qué hará el nuevo gobierno, hay generalidades e imprevisión. En pocos asuntos quedó eso más claro que en la definición del futuro ministro de Economía, Paulo Guedes, cuando señaló que ni el Mercosur ni Argentina estarían entre sus prioridades. Tanto la respuesta fastidiada inicial, que Guedes le dio a Eleonora Gosman, de Clarín, el domingo a la noche, como la aclaración forzada un día después, para mitigar la perplejidad argentina y de los demás gobiernos del bloque comercial, pusieron en evidencia cuán poca reflexión le ha dedicado el futuro equipo gobernante a las cuestiones de política exterior.
¿Quiere ello decir que carecen por completo de orientación en este área? Paradójicamente, no. Por el contrario, Bolsonaro y los suyos han despilfarrado gestos a diestra y siniestra para indicar el norte de su política exterior: un alineamiento tan completo con Estados Unidos, que incluye también una toma de partido en el conflicto de Medio Oriente que ni siquiera los países alineados con Washington comparten. La sobreactuación campea: dos de los hijos del ex-militar se han encargado de hacerse fotografiar con sendas remeras del servicio de espionaje exterior (Mossad) y de las Fuerzas de Defensa de Israel. El propio futuro jefe de estado, durante un viaje al exterior, en la Florida, se hizo ver por su audiencia, en una actividad pública, haciendo la venia frente a una bandera de los EE.UU. Aunque (por supuesto) falta mucho para saber cuál va a ser la política exterior concreta del nuevo gobierno, una visión asoma detrás de esos gestos. En primer lugar, emerge la noción de un Brasil subalterno, sin capacidad de proyección propia. En segundo, queda al desnudo una mirada muy rudimentaria acerca de cómo transitar esa subalternidad.
En cuanto a lo primero, el bolsonarismo parece no tomar nota del crecimiento económico de Brasil en las últimas tres décadas, ni de la proyección de poder blando hacia el mundo que construyeron las sucesivas presidencias de Fernando Henrique Cardoso y de Lula. Sobra evidencia de que Bolsonaro ve el futuro por el espejo retrovisor. La idea, que ha planteado en más de una oportunidad, de que Brasil debe volver a ser “como era hace 30 ó 40 años” ignora que por esos tiempos la economía del país era más pequeña que la de Argentina. La idea de una “edad de oro” ubicada en el pasado es típica del pensamiento reaccionario, pero desafina más en el caso brasileño, en el que es muy difícil encontrar cualquier referencia pretérita que se compare favorablemente con el Brasil contemporáneo. Ese espejismo anacrónico puede ayudar a entender por qué el futuro presidente ve a su país como un enano en el terreno internacional, condenado a ser actor de reparto y nunca protagonista. Que Bolsonaro adelante alegremente que se va a poner del lado del gobierno de Benjamin Netanyahu en el conflicto por la ocupación israelí de los territorios palestinos, involucra a su país en una disputa que no afecta en lo más mínimo el interés nacional brasileño, ignora una larga tradición de su diplomacia bajo gobiernos de todos los colores de favorecer una solución pacífica y equilibrada en Medio Oriente, y pone tácitamente a Brasil en un puesto del ranking más bajo que el de un país cuya demografía y economía son insignificantes puestas al lado del gigante de América del Sur. El giro de 180 grados que implicaría el traslado de la embajada brasileña en Israel desde Tel Aviv hacia Jerusalén despilfarraría, a cambio de una hipotética palmada en el hombro, el módico ascendiente de Brasil sobre el mundo árabe y seguramente también su más notorio ascendiente sobre el África subsahariana. El hecho de que un país sin ningún rol global como Guatemala sea el único de América Latina que tiene hoy su misión diplomática en la ciudad cuya soberanía se disputan israelíes y palestinos no suscita, aparentemente, ninguna reflexión en el equipo que se apresta a llegar al Palacio del Planalto.
Acomodado Brasil en esa condición de minoridad, una idea se deja entrever: esa relación de subordinación se sustenta ante todo en la capacidad del subalterno de complacer al dominante, aun en sus apetitos más caprichosos. Sólo así se puede entender que, de la nada, la cuestión de Medio Oriente salte al primer lugar del esbozo rudimentario de política exterior que podemos reconstruir a partir del rompecabezas de las declaraciones del bolsonarismo al respecto. Las palabras que emiten son también el fruto de una intoxicación con sus propias chicanas de campaña. El candidato y su entorno exhiben claros síntomas de haberse creído que sus adversarios electorales efectivamente iban a transformar a Brasil en Venezuela. Más aún, los dichos de uno de los hijos del presidente electo de que Brasil podría considerar la hipótesis de una guerra con Venezuela son un indicador de cuánto se ha salido de proporción la percepción de amenaza que ellos alimentaron y que han acabado (tal vez) creyéndose. Guedes dejó esto en evidencia en el mismo intercambio sobre el Mercosur del que hablábamos al principio, cuando dijo que Brasil no podía limitarse a comerciar con Bolivia y Venezuela, sin dar ninguna prueba (más bien lo contrario) de estar siquiera al corriente de que el primer país está meramente en proceso de acceder al bloque como miembro pleno y el segundo tiene su membresía suspendida hace dos años.
Estas nociones rudimentarias de política exterior, con algo más de sofisticación, podrían encajar con el esquema que Henry Kissinger impulsó desde el gobierno de Richard Nixon hace 50 años: una “devolución” de parte del poder hegemónico de los EE.UU. a actores relevantes en sus respectivas regiones, con el propósito de hacer más estable y legítima la dominación global estadounidense. Ese esquema empezó a funcionar mientras Kissinger lideró la diplomacia de los gobiernos republicanos y tuvo como contraparte en Brasil al canciller Azeredo da Silveira, que ocupó su cargo durante el primer tramo de la dictadura impuesta por los militares en 1964. No debería sorprender que alguien como Bolsonaro, que reivindica abiertamente ese régimen, redescubra este enfoque y busque aquiescencia en Washington para volver a ponerlo en pie: sería consistente también con la desconfianza que ha insinuado respecto de la gran plataforma política global que el Brasil de Lula impulsó, poniendo la primer letra del nombre del país junto a las de Rusia, India, China y Sudáfrica. La primera y las última letra de los BRICS, curiosamente, es la de dos de los países en los que EE.UU. pensaba cuando hablaba de devolución.
No será sino después del primer día de enero de 2019, cuando Jair Messias Bolsonaro haya jurado el cargo de presidente que podremos juzgar la política que su gobierno ha de llevar a cabo. Mientras tanto, la escualidez del documento que presentó como “programa de gobierno” nos obliga a leer la borra del café para intentar imaginar el rumbo de su política exterior, que tanta repercusión está llamada a tener en toda la región. Y ello, sin minimizar ni por un momento lo que ha sido dicho en la campaña. Bien escuchadas, esas palabras no son la externación de un enano fascista (al cabo risible por su poca talla), sino de una ideología fascista adaptada a las condiciones de un país que (curioso patriotismo) es percibido como un enano.