“Tout est pardonné.” La tapa del semanario satírico parisino Charlie Hebdo posterior a la masacre cometida en su redacción por los hermanos Chérif y Saïd Kouachi encierra en tres palabras mensajes para varios destinatarios y un editorial con una prescripción para lo que debería hacer la sociedad francesa con el dolor y el horror de aquel ataque y el que el día siguiente sufrió un supermercado de comida kosher de la capital de Francia.
“Todo está perdonado” es la expresión de una piedad que surge como prescripción de los textos sagrados de la religión musulmana si se los lee con todas sus resonancias metafóricas y sin el apego anacrónico a la literalidad que es definitorio de los convencionalmente llamados fundamentalistas. Los sobrevivientes de la redacción de la revista, con Renald Luzier a la cabeza, perseveran con la herejía de identificar al profeta Mahoma con una imagen, para hacerle decir todo lo contrario de lo que habrían querido significar los asesinos que atacaron la redacción el miércoles 7 de enero. No se dirige esa tapa a una imaginaria comunidad musulmana, a un ghetto que (como señala con énfasis el politólogo Olivier Roy) no existe en la realidad, sino a los autores de los crímenes y a quienes podrían estar inclinados a imitarlos para subrayar que la supuesta fe invocada por éstos es un pretexto y no un motivo. Charlie Hebdo abandona por un instante la sátira para dibujar un hombre que perdona para poder seguir viviendo en sociedad como uno más, en lugar de imponerse a costa de la vida de los demás. El perdón es ecuménico para todo lo que ha sido irremediablemente hecho y está dirigido a todos.
El perdón dicho “desde el Islam” es también una afirmación del pluralismo de esa religión y un modo de descolocar los discursos que lo describen erróneamente como un elemento que define a una supuesta comunidad dentro de la sociedad francesa. No hay tampoco superposición estricta entre musulmanes y descendientes de árabes. Charlie Hebdo descoloca el discurso abstracto contra la islamofobia que le agrega líneas de falla a la sociedad francesa y crea un “ellos” cuyos potenciales miembros quieren en realidad eludir a la hora de subir los peldaños de un ascenso social que se ha vuelto, el sí, elusivo.
La misma frase, sin embargo, merece otra lectura. Como víctima de la ofensa, el colectivo editor de Charlie Hebdo perdona sin inocencia. Desafía la ley del Talión desempolvada con oportunismo por Marine Le Pen y su Frente Nacional (FN), raudos en subirse a la ola de indignación ciudadana con su propuesta constitucionalmente problemática de un plebiscito en el que se pueda optar por la restauración de la pena de muerte en el país. La tapa ideada por los sobrevivientes elude el clinch del FN uno de los contrincantes elegidos por la publicación en cada una de sus ediciones, para satirizar su ideología, ubicada en las antípodas del sesentayochismo del semanario.
Plantada en su tradición, Charlie Hebdo hace las cuentas con el horror infligido y toma el guante político que le arroja el atentado con una frase-manifiesto que en su defensa (implícita en la historia de la revista) del laicismo y el secularismo cuestiona la raya que quieren trazar los reaccionarios que se reclaman de la lectura literal del Corán y de los que buscan ponerle turbante y barba a un chivo expiatorio del estancamiento de largo plazo del desarrollo francés.
En el rechazo de la polarización a la que invita el terrorismo ciego y de la demarcación que propone el Frente Nacional, Charlie Hebdo está proponiendo el mejor (y probablemente el único) modo de defenderse: mantener la sociedad abierta y evitar la aparición de refugios y territorios identitarios que puedan hacer eventualmente más sencilla tanto la tarea de reclutamiento por las redes terroristas, como la de esconder a posibles futuros emprendedores de la violencia como los que apretaron por un instante la garganta imaginaria de Francia el 7 y 8 de enero.
La línea que traza Charlie Hebdo es casi la única que tiene algún sentido trazarse después de haber comprobado con el dolor de otros que identificar un actor estatal como depositario de la fuerza terrorista no sirve para erradicar la posibilidad que una forma de terrorismo que no le pide casi nada prestado a su homónimo del siglo XX. Se sirve de redes transnacionales para su financiamiento y logística cuya eficacia no reside en el control territorial, sino en la capacidad de hacer llegar fondos y pertrechos modestamente letales a un punto en donde se encuentra un puñado pequeñísimo de reclutas. Con un énfasis puesto más en los flujos que en los stocks, este terrorismo es más pulsión que cuerpo y parece hacer mímica de los modos del capital financiero para llegar antes para aprovechar la oportunidad y maximizar la ganancia que se contabiliza en daños infligidos. El reconocimiento de ese paralelismo está (involuntariamente) en la definición misma del régimen voluntario de lucha contra el financiamiento del terrorismo y del lavado de dinero que conocemos como Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI): ambas conductas son combatidas por el mismo organismo con grados de eficacia variables y con normas que todavía están más sesgadas hacia la certificación de regímenes capitalistas nacionales “sanos” que a la erradicación de todas las manifestaciones de las mismas. Sin embargo, el mandato del GAFI admite tácitamente cuáles deberían ser las herramientas privilegiadas para cortar las líneas de aprovisionamiento que llegan a París y a quién sabe cuántas capitales europeas más.
El carácter insidioso de este terrorismo es que se basa en la identificación de “vocaciones” delictivas que las sociedades contemporáneas encuentran casi imposibles de erradicar. El sociólogo franco-iraní Farhad Khosrokhavar ha estudiado en su último libro, “La radicalisation”, cómo el sistema penitenciario, entre otras instancias sociales, sirve como ámbito para el reclutamiento y la radicalización hacia posiciones fundamentalistas de muchos franceses jóvenes en conflicto con la ley. El vínculo entre esa dinámica social endógena francesa con las redes que controlan espacios vitales mínimos indispensables en el territorio de estados fallidos, es el punto de condensación de la actividad terrorista. Uno de los hermanos Koauchi es la encarnación misma de esa dinámica, con su paso por prisión y su entrenamiento en el Yemen sin estado.
Saïd y Chérif Kouachi y Amédy Coulibaly se sumaron a Mohammed Merah (que los precedió con los tiroteos de 2012 en Montauban y Toulouse) a la cohorte de pequeños criminales a los que alguna filial de Al Qaeda les proveyó un pretexto para llevar a cabo el crimen que ya deseaban realizar. Como un todo que es mucho más que la suma de sus partes, el terrorismo del siglo XXI realiza una proeza deletérea global (jaqueando la idea misma de sociedad abierta y democrática) con acciones locales: responderle eficazmente depende fundamentalmente de comprender esta naturaleza peculiar.
Publicado en revista Debate, número 513, enero de 2015.