El Código Procesal Penal vigente es obsoleto y anacrónico. Expertos de todos los sectores políticos, académicos, ONG y técnicos coinciden con que es necesaria una reforma que nos permita migrar hacia un sistema acusatorio y oral. Los fundamentos están a la vista: tenemos una justicia lenta, ineficiente, y parcial. Una justicia en la cual los poderosos nunca son castigados y los operadores judiciales están cubiertos por un manto de desconfianza social casi irreversible.
Sin embargo, a poco de iniciado el proceso de debate legislativo hubo una inmediata polarización política. La reforma al Código Procesal Penal ha generado niveles de controversia similares a todas las últimas iniciativas del Gobierno Nacional relacionadas con el sistema de justicia. Al igual que con los proyectos de democratización de la Justicia, códigos penal y civil, y designación de conjueces, las huestes partidarias en el Congreso se han alineado en el eje Gobierno-oposición.
El principal factor que contribuye a aniquilar los acuerdos preexistentes es la desconfianza política gestada durante una década de kirchnerismo, en la que por lo general los grandes cambios estructurales no son fruto del consenso sino de la imposición de las mayorías. Esto es absolutamente legítimo pero políticamente frágil ya que genera reformas que no son sostenibles en el largo plazo y sufren la amenaza de la contrarreforma una vez que cambien dichas mayorías.
Hoy la discusión real no pasa por la prisión preventiva ni por el trato a los extranjeros sino por aspectos más estructurales y sensibles del sistema político. El Gobierno impulsa un cambio estructural del sistema de Justicia que generará un corrimiento del poder fáctico. Los jueces federales se debilitarán y los fiscales ganarán poder. Así, el Ministerio Público Fiscal se verá robustecido, con una marcada impronta jerárquica, mayores recursos y mayor capacidad para orientar la persecución penal. Todo esto fortalece notoriamente la figura de la procuradora general de la Nación, Alejandra Gils Carbó, quizá uno de los actores judiciales con mayor nivel de rechazo en la oposición. Al mismo tiempo, la reforma requerirá el nombramiento de un elevado número de nuevos fiscales para lo cual se aplica un procedimiento que está en manos, precisamente, de la Procuración General de la Nación.
Por estos motivos, para la oposición, estos cambios significan mucho más que avanzar con la tan ansiada reforma procesal penal. En la práctica, representan una redistribución del poder dentro del sistema de Justicia que sólo beneficia y fortalece al Gobierno y sus aliados judiciales. Es un juego de suma cero: la ganancia del Gobierno es la pérdida de la oposición.
¿Cómo podría encauzarse el proceso para mitigar esta desconfianza y hacer de este proceso uno en el que todos ganen? En la práctica, parece casi imposible, pero en teoría es viable. En primer lugar, se debería reformar la ley de Ministerio Público de manera tal que el procurador general ya no sea un cargo vitalicio. Vale recordar que la inamovilidad en el cargo lo garantiza la ley, no la Constitución. En un sistema acusatorio, es frecuente que los procuradores generales tengan mandatos por tiempo determinado. Además, si lo que se busca es mayor eficacia de la política criminal, sería más conveniente migrar hacia un sistema donde cada presidente nombre a su Procurador General, aunque permitiéndole gozar de las garantías de autonomía y autarquía. Así se lograría mayor coordinación en la aplicación del poder punitivo del Estado. Algunos se escandalizarán con esta propuesta, pero lo cierto es que en la práctica desde 1983 casi todos los presidentes han designado su propio jefe de los fiscales (Alfonsín, Menem, Kirchner, y Fernández de Kirchner). Esto, por cierto, implicaría un pacto político que debería incluir la salida de Gils Carbó en algún momento durante la implementación de la reforma o con la elección del sucesor de Fernández de Kirchner.
En segundo lugar, se deberían generar las certezas respecto al proceso de selección y nombramiento de los nuevos fiscales. Si el temor de la oposición es que proliferarán los aspirantes provenientes de Justicia Legítima, nada obsta a que se garanticen las condiciones de transparencia, participación y equidad en el mecanismo de designación de los fiscales. Esto no quiere decir que hoy no estén dadas, sino que debería asegurarse proactivamente que la oposición, la sociedad civil, los medios, la academia o quien lo desee, pueda participar activamente del proceso, contar con toda la información pertinente, y que la aplicación práctica de las reglas para la designación de jurados y los plazos de tramitación sean transparentes, etcétera.
En tercer lugar, se debería consensuar la estrategia, calendario y modalidades para el proceso de transición entre los dos sistemas, junto con las reformas necesarias a la Ley Orgánica del Poder Judicial y la finalización del traspaso de la justicia a la ciudad de Buenos Aires.
Estos tres elementos permitirían darle mayor legitimidad y confianza a una reforma que tiene grandes implicancias tanto políticas como judiciales. Si no se construye un consenso interpartidario sólido, no solo se pone en riesgo la sostenibilidad de la reforma frente a un cambio de mayorías sino que se mantienen latentes los nichos de poder de algunos sectores que se oponen a la misma. Por ejemplo, algunos fatídicos actores del fuero federales en lo criminal y correccional estarán a la espera de un proceso de contrarreforma.
Las bases del proyecto del Gobierno son pertinentes y bajo ciertas condiciones podrían ser apoyadas por la oposición. Aunque nada indica que sobre el final de su mandato, la Presidenta cambiará su impronta en el relacionamiento con las otras fuerzas políticas. La reforma legal será rápida y sin sorpresas. Su implementación, en cambio, será mucho más dificultosa y llena de obstáculos.