Peña Nieto, el mexicano telegénico, por Gabriel Puricelli

LPP

El PRI recupera la presidencia de México luego de dos mandatos del PAN, pero no tendrá el control del Congreso.

Con acusaciones de fraude, con su legitimidad dañada por la certeza de que la televisión lo favoreció desproporcionadamente y de que la compra de votos engordó lo que tal vez hubiera sido una victoria de todos modos, Enrique Peña Nieto fue electo para la presidencia de los Estados Unidos Mexicanos y con él lleva de regreso al Partido Revolucionario Institucional (PRI) a la residencia presidencial de Los Pinos.

Su campaña tuvo todos los ingredientes de una clásica campaña del PRI, con bien orquestados actos masivos y un despliegue de maquinaria electoral difícil de parangonar en otras democracias contemporáneas, aunque con un grado de actualización tecnológica notable. En efecto, los viejos vicios, que antes de que el PRI dejara el poder por primera vez en 71 años, en el año 2000, alcanzaban para retener el gobierno, en esta campaña incorporaron el reparto de tarjetas bancarias de débito y de monederos electrónicos para la compra de votos.

Pero si ese fue un aspecto de la modernización de las estratagemas electorales del partido, el candidato mismo fue envasado con las más depuradas técnicas del marketing electoral y se presentó a la ciudadanía como un producto televisivo especialmente cuidado. Se puede decir que Peña Nieto lanzó su campaña muy prematuramente, en 2008, cuando eligió un set televisivo para anunciar su compromiso con la actriz de telenovelas y talismán del grupo Televisa, Angélica Rivera. En ese momento era gobernador del Estado de México y ponía en marcha una coreografía que incluyó una boda más cerca de las elecciones presidenciales, profusamente reiterada en las redes televisivas del grupo del que el ahora electo presidente puede considerarse hijo dilecto, ya que no novio.

La cobertura televisiva favorable de su campaña se tradujo en su omnipresencia en las pantallas de todo México y en un blindaje ante preguntas incómodas que pudieran poner en evidencia la endeblez argumental que ha exhibido en las pocas ocasiones en que ha sido sometido a debates exigentes o imprevistos. Ese componente moderno de la estrategia electoral del PRI y los grupos de poder tuvo su contraparte en el movimiento juvenil #YoSoy132 que apareció en la universidad y luego se extendió a los jóvenes conectados a través de las redes sociales para demandar que Peña Nieto y sus cualidades fueran sometidos a un escrutinio ciudadano informado. A los 131 estudiantes de la Universidad Iberoamericana que publicaron en YouTube un video planteando la cuestión, se le fueron sumando miles de jóvenes que no sólo ejercieron una inesperada vigilancia durante la campaña, sino que se movilizaron por miles para documentar las irregularidades ocurridas el 1º de julio, durante los comicios presidenciales.

Las denuncias de los jóvenes de #YoSoy132 vinieron a reforzar la credibilidad de las de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), el candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD), a quien los resultados del Instituto Federal Electoral (IFE) atribuyen el 31% de los votos, frente al 38% del PRI. Igual que en 2006, cuando un exiguo 0,6% lo dejó en segundo lugar en el conteo oficial, detrás del actual presidente Felipe Calderón, AMLO rechazó la validez de los resultados. Contando la escandalosa coronación digitada del priísta Carlos Salinas de Gortari en 1988, en una elección birlada a Cuauhtémoc Cárdenas del PRD, es la tercera ocasión en que este partido se ve obligado a denunciar los resultados y ha sido muy importante que emerja un actor como #YoSoy132 para el reclamo.

Probablemente las prácticas fraudulentas no expliquen esta vez toda la diferencia de votos entre Peña Nieto y AMLO: aún si el IFE anulara miles de urnas, es poco probable que el PRD pueda considerarse “gobierno legítimo”, como lo hizo después de la llegada amañada de Calderón al poder. Si la revisión de actas electorales aceptada por el IFE llegara a reducir la distancia entre el PRI y el PRD, la posibilidad de que AMLO se eternice como candidato de la izquierda a gobernar México parece igualmente debilitarse.

En ese sentido, la emergencia de un actor no partidario como #YoSoy132 puede ayudar al PRD a concentrarse en su tarea de principal fuerza de oposición en la Cámara de Diputados y en proyectar como líderes nacionales a figuras ya probadas como Marcelo Ebrard, el alcalde saliente de la Ciudad de México, la megalópolis que se consolidó como bastión perredista al elegir al candidato a alcalde de ese partido, Miguel Mancera, con 60% de los votos.

El gran derrotado fue el partido conservador-cristiano de gobierno, el Partido de Acción Nacional (PAN), cuya candidata Josefina Vázquez Mota obtuvo sólo uno de cada cuatro votos emitidos. La ex ministra de Desarrollo Social del presidente Vicente Fox (2000- 2006) y de Educación Pública del saliente Calderón resultó una cara poco atractiva y se convirtió en la expresión viviente de los doce años de gestión del PAN, un período donde el país vivió la experiencia trascendente de la alternancia en el gobierno, pero durante el cual se hizo también endémica la violencia criminal organizada.

El gobierno de Calderón en particular será recordado por una “guerra al narcotráfico” que deja una cuenta de 55.000 muertos y por un desempeño económico por debajo del promedio de crecimiento de América Latina y con un aumento del producto interno bruto per capita siempre menor a la ya mediocre tasa de crecimiento total.

El otrora omnipotente PRI vuelve al Ejecutivo, pero no controlará ninguna de las dos cámaras legislativas, aunque sí ha ratificado su predominio territorial, base desde la cual construyó su camino de regreso a Los Pinos. Con 20 de las 32 gobernaciones ocupados por sus militantes, el PRI de los caudillos regionales puede transformarse en el condicionante más importante del gobierno de Peña Nieto, que insinuó una agenda de reformas en su campaña, pero que sabe que debe su victoria a la abigarrada red política que su partido no dejó que desmadejara después de la derrota del año 2000.

Publicado en El Estadista, nº61, Julio-Agosto de 2012.

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