Europa: nacionalismos en tiempos de austericidio

Gabriel Puricelli

Al salir de la Guerra Fría, el mundo abandonó una rigidez que era a la vez un principio ordenador del sistema-mundo y un corsé para otros conflictos y reivindicaciones mucho más añejos que enfrentamiento entre los EE.UU. y las URSS y sus respectivos aliados o vasallos. El fin de la Unión Soviética fue la señal de largada no sólo para su propio desmembramiento, sino para el de la unión de los eslavos del Sur, que se tradujo en la cruenta sucesión de guerras en el territorio que fue Yugoslavia, y en que Moldavia se escindiera de Rumania, para nombrar sólo casos que han dado lugar a nuevos estados reconocidos por la comunidad internacional. La mitosis continúa todavía desde Mar Negro hasta el Cáucaso, con territorios autoproclamados independientes con reconocimientos diplomáticos parciales y cruzados. Pero el magma nacionalista no se limita a las tierras, sino que brota también en las líneas de falla que atraviesan a estados de la Europa Occidental.

A diferencia de lo que sucede en tierras del zar y de los soviets, donde no está en cuestión la integridad territorial del centro, es decir, de Rusia, las propias metrópolis de los dos más grandes imperios colonialistas de Europa Occidental se enfrentan a la amenaza de partición más seria que hayan sufrido en siglos. Los nacionalismos separatistas en Gran Bretaña y España, sin embargo, han llegado al punto de ruptura por caminos muy distintos.

El caso de España hace honor a una tradición de rigidez que favorece más el romperse que el doblarse. El nacionalismo catalán presenta a los ojos del observador externo el caso más débil de reivindicación de la autodeterminación. Es difícil rastrear el catalanismo político más allá de mediados del siglo XIX y es más apropiado decir que, en su forma actual, debe más a la catalanización lingüística que se lanza a toda máquina con el retorno a la democracia, que a una existencia previa a España, al menos a la que surge de la fusión de las coronas de Castilla y Aragón (a la que pertenecían los condados catalanes) en el siglo XV. En la España de guerras, revoluciones y contrarrevoluciones, donde hasta entrado el siglo XX se prefirió la sangre al tiempo, el independentismo catalán surge con la fuerza movilizadora de estos días casi como un relámpago en cielo despejado. Fue de manera inesperada que el reclamo de independencia se impuso al tope de la agenda política. No menos de 600.000 personas se movilizaron el 11 de setiembre de 2012 bajo la consigna «Catalunya, nou estat d’Europa». La habitual celebración de la Diada, cuando Cataluña festeja su día, no fue la jornada de picnic y de exteriorización de la minoría independentista rabiosa al que todos estaban acostumbrados desde el fin del franquismo, sino una sublevación del descontento popular en la estela de los “indignados” que habían salido a la calle en toda España el 15 de marzo de 2011. La senyera estelada que identifica al independentismo reemplazó de golpe en las calles atiborradas de gente a la bandera oficial catalana, que prescinde de la estrella que dicen que vino de Puerto Rico.

Publicado en revista Debate, número 510, julio de 2014.

Mientras a nivel del estado español las protestas que desencadena la brutal crisis económica con las que se inaugura la década no sacan al sistema político de la senda de la normalidad bipartidista y coinciden en el tiempo con el reemplazo de un gobierno socialista por uno conservador, en Cataluña el descontento le pone toda su energía al vector independentista. Así, provoca una radicalización de los nacionalistas de centroderecha de Convergència i Unió (CiU), en el gobierno desde 2010 con el apoyo parlamentario externo de los independentistas de Esquerra Republicana (ERC), quienes adoptan de la noche a la mañana la agenda de la secesión. La respuesta de Madrid, como era de esperar de un gobierno de derecha firmemente anclado en la tradición del más acendrado españolismo, es de negación y rechazo total. Pasando por alto las afinidades ideológicas que el Partido Popular podría explotar en su relación con CiU, Madrid le cierra todas las puertas al diálogo sobre un referéndum, invocando la ilegalidad de toda consulta decidida en Barcelona y dejando en manos del gobierno catalán la decisión de ir a fondo con la consulta convocada para el próximo 9 de noviembre y quedar en la ilegalidad para el gobierno central o frenar de golpe y ser rebasado por la izquierda independentista. Nada indica que el Primer Ministro Mariano Rajoy tenga en mente, flexibilizar su postura, que le resulta suficientemente rentable en el resto de España como para seguir varios cuerpos delante del alicaído Partido Socialista Obrero Español. Como ganancia extra, la dureza de Madrid fractura también a los primos catalanes del PSOE: el Partit dels Socialistes (PSC) está inmovilizado por el enfrentamiento entre sus corrientes federalista y catalanista.

Mientras los líderes de España parecen jugarse todo a un cara o ceca entre estallido o rendición, sus pares británicos han seguido fieles a su histórica aversión al riesgo revolucionario y han disputado la continuidad de la unión política entre Escocia y el resto del Reino Unido en un sofisticado póker que se empezó a jugar hace décadas. Escoceses e ingleses (éstos, con galeses e irlandeses detrás) fueron dos monarquías separadas hasta que la extinción de los Tudor les permitió a los Estuardo unificar la corona en el rey Jacobo, en 1603. En 1707, unificaron sus parlamentos, al firmar el Tratado de Unión. Ambos pasos hacia la integración anglo-escocesa se dieron más a través de pacientes negociaciones que a golpes de espada. Desanudarla ha sido un proceso igual de paciente y laborioso, pero más pacífico todavía.

A diferencia de Cataluña, donde el franquismo prohibió la lengua local, apretando un resorte que no podría sino saltar con fuerza cuando la democracia lo liberara, los idiomas escocés e inglés se han dividido el trabajo en Escocia sin provocar tensiones sociales: lengua hablada uno, lengua escrita el otro, para el tercio de los cinco millones de habitantes que no utilizan tan sólo el inglés. Sin represión política, la lengua escocesa nunca ha llegado a ser bandera. Menos todavía lo es el gaélico de origen celta, hablado por poco más del 1% de la población.

En Escocia, el independentismo tiene una única voz, el Partido Nacional Escocés (SNP). Creado en 1934, transitó los márgenes de la política escocesa y británica hasta los años ´60, cuando empezó a ser un factor a tener en cuenta. El barco nacionalista empieza a inflar sus velas cuando el entonces primer ministro británico, el inglés Harold Macmillan, pronuncia en Sudáfrica su discurso del “viento de cambio”, anunciando la descolonización del continente. En ese contexto empezó a prender la semilla nacionalista, que para 1974 era la opción de voto de uno de cada tres escoceses. Apenas el SNP ganó su primer banca en el parlamento en Londres, el metabolismo del sistema político británico se activó para empezar a digerir sin disrupciones revolucionarias lo que aún no se sabía si iba a ser un fenómeno político de envergadura. El primer ministro laborista Harold Wilson creó la Comisión Real sobre la Constitución, que trabajó entre 1969 y 1973 y en cuyos documentos se planteó por primera vez la cuestión de la devolución de poderes a las naciones que componen el Reino Unido. Con base en las definiciones de esa comisión, se llamó a un referéndum en 1979 para la ratificación de sendas leyes del parlamento británico que hubieran creado instancias legislativas propias en Escocia y Gales. La mayoría de los galeses votaron en contra, mientras que los escoceses no alcanzaron el quórum de 40% de asistentes a las urnas que se había fijado como piso.

Ese referéndum tendría efectos de corto plazo devastadores para el SNP, pero a largo plazo puede ser visto como la señal de partida de una larga marcha que dio alas a la popularidad de la independencia como objetivo político. El SNP, que apoyaba externamente al gobierno del primer ministro laborista James Callaghan, minoritario en el parlamento, decidió retirarle su apoyo, frustrado porque un diputado laborista había propuesto el requisito de quórum que terminó imposibilitando la creación de una asamblea legislativa escocesa. Callaghan perdió la confianza del parlamento por un solo voto y se vio obligado a convocar elecciones que pondrían al frente del gobierno a Margaret Thatcher. Los nacionalistas pagaron carísima su defección y se quedaron con sólo dos de las 11 bancas que ocupaban en Westminster antes de hacer caer el gobierno laborista. El thatcherismo encabezó una revolución conservadora que duró 18 años y tuvo entre sus víctimas no sólo al movimiento sindical, sino a Escocia, que le dio a Thatcher sólo un cuarto de las bancas parlamentarias que se elegían allí. El sentimiento creciente de extrañamiento de los escoceses respecto de Gran Bretaña empieza allí y se expresa en una declinación del voto conservador, que en 1997, con la salida del partido de Thatcher y John Major del poder, no le alcanza a los Tories para obtener ni siquiera una sola banca.

Cuando los laboristas de Tony Blair cumplen con su promesa electoral de devolverle poderes legislativos e impositivos a los escoceses, en 1997, la mayoría referendaria es contundente: más del 74% vota por el restablecimiento del parlamento escocés, 290 años después de su disolución. Para entonces, no sólo los conservadores se han transformado en una minoría sin esperanzas, sino que el SNP está ya firmemente identificado no sólo con la independencia, que es su razón de ser, sino con todas las causas que opusieron a vastos sectores populares a los gobiernos de Thatcher y Major: las luchas contra las privatizaciones, contra la injusticia impositiva de la poll tax, contra el despliegue de los misiles nucleares Trident en territorio escocés y contra las desregulaciones en materia ambiental, entre otras.

A una década del nuevo referéndum por el parlamento escocés, el SNP llega al gobierno y es reelecto en 2011. Un año antes del comienzo del segundo mandato del SNP, que gana las elecciones prometiendo un referéndum por la independencia antes del fin de los cinco años que dura la legislatura, los conservadores vuelven al poder en Westminster. El primer ministro David Cameron rápidamente entabla conversaciones con el primer ministro escocés Alex Salmond y acuerdan la realización del referéndum el 18 de septiembre de 2014.

Con laboristas (que juegan sus chances de gobernar en Londres en el gran apoyo que tienen desde siempre en Escocia), conservadores y liberal-demócratas como defensores del “no”, el SNP se puso al frente de una batalla por la independencia cuyo punto de llegada propuesto es un país que se mira en el espejo del modelo socialdemócrata escandinavo y se ve libre de armas nucleares.

Veamos, entonces, en Cataluña y Escocia cómo la retroalimentación entre globalización y nacionalismo amenaza con seguir recreando el mapa de una Unión Europea que prometió una utopía de federalismo político y que hace un lustro impone el unitarismo fiscal de la austeridad desde su banco central en Frankfurt.

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