España será Republicana

Gabriel Puricelli

Con el derecho que da la titularidad de la ciudadanía española, me atrevo aquí de manera temeraria a plantar la bandera tricolor de la República, aprovechando la abdicación borbónica de Juan Carlos.

Juan Carlos se cura en salud abdicando: “si alguien va a intentar acabar con esto, pues mejor lo hago yo, para que acabe mi reinado, pero no la monarquía”. Al revés de lo que le pasa a la Reina Isabel II de Inglaterra, Juan Carlos supo procrear un heredero dinástico con el que las chicas y las señoras quieren casarse y que no viene apedreado por las encuestas como lo está él, por mérito propio y por esfuerzo sobresaliente de un yerno y una hija.

Nada hay de inocente en la calculada sorpresa que el Borbón le sirve a sus súbditos: el derrumbe del bipartidismo en las elecciones europeas del 25 de mayo encendió luces rojas en la Casa Real. ¿Por qué? El padre castrador de la monarquía española es el triunfo sangriento de los “nacionales” de Francisco Franco en la Guerra Civil y la madre sumisa es el consenso constitucional de 1978, que blanqueó la imposición franquista y le abrió la puerta para ir a jugar a la clase política condenada al exilio y la proscripción desde 1939. Aceptar una jefatura de Estado de fundamento divino fue la cicuta que el falangismo le hizo tomar a socialistas y comunistas para inaugurar la apertura. A los testarudos que insistieron en usar el adjetivo “republicano” en el nombre de sus partidos hasta se les prolongó la proscripción electoral por un turno más que a los demás.

En la maculada concepción de la monarquía de esta rama de los Borbones se cifran sus problemas de legitimidad, que no son sólo los que se le pueden endilgar desde una visión normativa secular y republicana, sino los que derivan del modo en que se impone esta monarquía particular. La española es una monarquía que sobrevive junto a otras en Europa que, a diferencia de ésta, se legitimaron como símbolo y conducción moral de los pueblos enfrentados con el nazismo. Juan Carlos es el hijo extrauterino del Generalísimo Franco, que ya sabemos de qué lado estuvo (sin estarlo) en la Segunda Guerra Mundial.

Al igual que en la Argentina en 1983 o que en Uruguay y Chile en los años que vendrían, las condiciones para volver a votar en España eran inciertas. Aun cuando lo fueran menos que en América Latina, ya que todos los vecinos europeos vivían ya en democracia cuando a Franco le vino en gana expirar, la hoja de ruta era incierta y el más imperfecto de los sistemas democráticos, incluso uno donde los ciudadanos pudieran elegir el jefe de gobierno, mientras una divinidad imponía el jefe de estado, era más que aceptable. La cautela de Felipe González, Santiago Carrillo y otros líderes democráticos pagó altísimos dividendos. La audacia de un hombre del régimen como Adolfo Suárez puso la otra mitad de lo necesario. Sin embargo, al igual que en Argentina, hasta que el General Martín Balza no demolió a cañonazos los restos del golpismo, las amenazas de retroceso estuvieron latentes en España e hicieron erupción con el Tejerazo de 1981. El fracaso de esa intentona es la que clausura la posibilidad de involución de España. Es también el momento en que Juan Carlos saca chapa de demócrata, aunque la oscuridad que rodeó la preparación del golpe hace que sea muy pronto (como le hacemos decir a Zhou Enlai) para sumarse responsablemente a la apología. Menos aún frente a revelaciones como las del último libro de la periodista Pilar Urbano, “La gran desmemoria”, que apuntan en la dirección contraria.

No cuesta mucho pensar en la monarquía española como en las leyes de impunidad en Argentina. Eliminados ciertos riesgos, se puede dejar de lado la cautela y caminar con decisión hacia lo deseable, después de haber ido en puntas de pie hacia lo que se pensaba que era lo único posible. Las razones de la monarquía española no son las de otros personajes de la revista Hola: no hay banderas republicanas listas para ser sacadas a la calle frente a los demás palacios reales de la Vieja Europa. No hay ningún otro monarca en ejercicio que sea menos popular que la monarquía española.

Y a propósito del libro de Pilar Urbano, que algunos citan como la paja que quebró la espalda del camello borbónico, no hay en ninguna otra monarquía una combinación de hechos de corrupción familiar, de despilfarro obsceno por parte del propio monarca y de fotos de éste contribuyendo a la extinción de especies, que se puedan comparar. No hay monarquía en ninguno de los demás países del grupo que alguien bautizó PIIGS, que son los que más cruelmente sufren la crisis económica y la deconstrucción del estado de bienestar, para que actúe como pararrayos de la frustración de los ciudadanos.

Hablábamos al principio del derrumbe del bipartidismo PP-PSOE como un factor de primer orden a tener en cuenta para imaginar las razones de la abdicación. Ese indicador de deslegitimación del sistema político que estructuró la democracia española desde la salida de escena de Adolfo Suárez se combina con otro, cuando uno mira de cerca el resultado de las elecciones: todos los partidos de esa mitad que no votó a los dos (¿ex?) grandes son de talante republicano. Pero más aún, las bases del PSOE también lo son y ni siquiera se puede decir que todo conservador es automáticamente monárquico, como bien se puede ver en las variantes que muestra la prensa de derechas, que sólo lo es minoritariamente.

La salida casi espontánea a las calles de multitudes embanderadas en la enseña tricolor no habilita a que demos la parte por el todo, pero sin dudas el subidón movilizador, que empalma con un malhumor social bien fundado y que está lejos de disiparse, le permite a las fuerzas políticas emergentes mantener el envión electoral y profundizar el desafío al bipartidismo. Mal haría el PSOE en no espabilar sus reservas republicanas y populares para enfrentar lo que puede ser una amenaza existencial (ahí están sus primos catalanes del PSC, que perdieron casi dos tercios de sus votos). Los socialistas la tienen fácil y difícil a la vez: fácil, porque sobra acervo republicano en la base; difícil, porque la dirigencia sigue maniatada imaginariamente por consensos que ya se han evaporado, tanto en el plano constitucional, como económico. Si hay un sentido de supervivencia en los herederos de Francisco Largo Caballero, lo pensarán dos veces antes de prestar su consentimiento tácito al “aquí no ha pasado nada” que Juan Carlos ha disfrazado de abdicación intempestiva.

De más está decir que los problemas de España exceden con mucho el del esfuerzo fiscal que requiere mantener los privilegios de los Borbones, pero en un contexto donde la palabra de orden es la austeridad, seguir sosteniendo una institución superflua se parece demasiado a echar sal en una herida que está tan a la vista como los resultados de las recientes elecciones.

Publicado en Bastión Digital.com el 5/6/2014.

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