Contrastes entre Escocia y Cataluña

Gabriel Puricelli

Comparado con el final cabeza a cabeza que auguraban las últimas encuestas antes del referéndum del 18 de septiembre en Escocia, el resultado que dio la victoria al rechazo a la independencia, por menos de nueve puntos porcentuales, pareció holgado. Visto al lado de los sondeos que durante un año habían anticipado que el voto por el Sí no convocaría a más que a uno de cada tres escoceses, el resultado final es un near miss, un tiro en el palo que deja conmocionadas a todas las islas británicas. Liderado durante 20 años por Alex Salmond, el Partido Nacional Escocés no sólo remontó la cuesta que lo llevó del llano al gobierno en Edimburgo, hace siete años, sino que inclinó el plano de la política británica tan en favor de Escocia que algunos empiezan a preguntarse si la independencia hubiera sido muy diferente del estado de cosas que espera a sus connacionales cuando Edimburgo reciba la devolución de poderes que los conservadores se vieron obligados a prometer como último argumento para defender la unión que rige desde 1707.

El Primer Ministro británico David Cameron casi no durmió la noche del referéndum, carcomido por la incertidumbre del resultado y obligado a estar en pie a las siete de la mañana del día siguiente para concretar las promesas de devolverle a Escocia prácticamente todo (con excepción de la defensa y la política exterior) lo que los independentistas habían prometido para los escoceses si se decidían por el divorcio. A esa hora temprana, el jefe de gobierno conservador anunció que ponía a Lord Smith de Kelvin al frente de una comisión parlamentaria que tendrá listo un informe sobre los poderes que recuperará el parlamento de Holyrood en apenas dos meses y que el parlamento de Westminster estará listo para votar las leyes que consagrarán esa devolución menos de un mes después de la próxima Navidad. Cameron emerge del escrutinio escocés debilitado, a pesar de haber guiado a la nave fuera de una tormenta que la mayoría lo acusa de haber creado. El inglés Primer Ministro queda como un pirómano a quien no se le permite expiar su crimen apagando el incendio, al lado de su predecesor en 10 Downing Street, Gordon Brown, el escocés que se recreó a sí mismo como el bombero providencial que salvó el Reino Unido.

El desfiladero que Cameron tiene por delante no podría ser más estrecho. Por un lado, Escocia sale con su estado de bienestar blindado por la campaña referendaria: los votos que se arrebataron mutuamente el Sí y el No fueron a las urnas convencidos por la promesa idéntica de que el día después sería el primer día de un mejorado acceso a la salud, la vivienda, la educación y una mejor calidad de vida. La polaridad entre Salmond y Brown no hizo más que reforzar un consenso que se da de patadas con la austeridad extrema que el gobierno de coalición conservadora-liberaldemócrata lleva como bandera hace cuatro años y que promete profundizar (en el resto de Gran Bretaña) en su año final de mandato. Por el otro lado, la reforma constitucional implícita en la tarea encomendada a la Comisión Smith brinda abundante munición a la derecha populista del Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP) para atacar desde ese flanco a los Tories, blandiendo no sólo la acusación de haber puesto en riesgo la unidad del país, sino la imputación de carecer de lo que se requiere para defender los derechos de Inglaterra. Un intríngulis particularmente delicado es qué hacer con los diputados escoceses cuando se traten leyes en Westminster que afecten sólo a los ingleses: los escoceses tienen casi asegurado para el futuro un parlamento propio con poderes casi plenos en materia doméstica (y los galeses y norirlandeses tienen sus propias asambleas legislativas, aunque con facultades reducidas), pero los ingleses sólo tienen el parlamento británico con diputados de todas las naciones del reino. El UKIP ya está martillando sobre estas cuestiones y está mortificando a un Partido Conservador que puede volverse estructuralmente minoritario si permite la amputación de la porción más nacionalista de su electorado inglés.

Mientras el paisaje político británico parece adaptarse plásticamente a las consecuencias perdurables del referéndum escocés, el otro escenario donde esa consulta reverberaba como una señal de preocupación, España, ha visto a los actores del drama que opone a Madrid y Barcelona cavar trincheras más profundas y más extendidas y dinamitar los puentes que hubieran permitido gestionar las fuerzas centrífugas que tensionan la península ibérica con la ductilidad que han mostrado sus vecinos de allende el mar. Si a la ruptura de hecho del diálogo entre el Presidente Mariano Rajoy y el President Artur Mas le faltaba algo para cristalizarse, el Tribunal Constitucional de España vino a fundir en frío el proceso. Al prohibir la realización de la consulta del 9 de noviembre sobre la independencia de Cataluña pone a la región a las puertas de la desobediencia civil. Los jueces de la corte constitucional tradujeron al lenguaje del derecho el cálculo político que vertebra la respuesta españolista a la tensión separatista: puesta contra la pared, la coalición Convergència i Unió (CiU) saltará por los aires, con los democristianos de la UDC optando por el status quo y los liberal-nacionalistas de CDC subsumidos bajo el liderazgo de la izquierda independentista (ERC). Pocos creen que ese cálculo se sostenga o que no produzca un big bang político que potencie la pulsión independentista antes que debilitar a ese movimiento. En el medio, pierde audibilidad la propuesta federalista que quieren ofrecer parte de los socialistas, e irrumpe (sin que esté claro con qué efecto en el debate entre el sí y el no a la independencia) Podemos como una fuerza emergente que desplaza en intención de voto a fuerzas más nítidamente posicionadas en ese debate.

Como si el río revuelto catalán no lo estuviera lo suficiente con el debate sobre la soberanía, ha estallado también el affaire Pujol, que le aporta a CiU otro catalizador para su crisis de identidad. Jordi Pujol, que encarnó como nadie durante 40 años el nacionalismo centrista que nunca golpeó a Madrid para otra cosa que no fuera negociar, queda expuesto con sus cuentas bancarias en paraísos, emerge de su retiro de prócer de la Cataluña contemporánea con sus cuentas bancarias familiares en paraísos fiscales y hunde a la coalición de la que fue arquitecto y caudillo.

Con un sistema político en flujo (nuevos actores, derrumbes electorales, nuevas correlaciones de fuerza) en Madrid y en Barcelona, España se encuentra no sólo con una cultura política rígida poco adepta a concesiones que excedan el consenso constitucional de 1977, sino también con condiciones precarias para institucionalizar el debate sobre la soberanía catalana. La multitudinaria manifestación de la Diada del 11 de septiembre pasado revela la temperatura que ha alcanzado la calle: con liderazgos y partidos con problemas para dar la talla, las condiciones para que el debate se dirima allí están dadas. Nada que se parezca al cauce apacible que encontraron las cosas en Escocia.

Publicado en revista Debate, número 511, agosto de 2014.

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