El oro negro, por Gabriel Puricelli

LPP

El último Viernes Santo, un suburbio de la capital del Arkansas, en los Estados Unidos amaneció inundado por 5 mil barriles de petróleo. Decenas de hogares debieron ser evacuados y una oleada de preocupación se extendió por las áreas del estado sureño que obtienen su agua potable de los ríos y lagos donde un oleoducto pinchado vertió parte del crudo que transportaba. A más de mil quinientos kilómetros de allí, en Longmont, Colorado, el día de la última elección presidencial, los ciudadanos de esa localidad no sólo votaron para decidir quién iba a ser el inquilino de la Casa Blanca los próximo cuatro años, sino que decidieron en un referéndum que en su terruño se prohibiera la explotación de combustibles fósiles por fractura hidráulica.

Ambos acontecimientos parecen no tener nada que ver con lo que sucede o lo que pueda suceder en un país sudamericano llamado Venezuela. Sin embargo, en un mundo interdependiente y esclavo de los recursos no renovables, se trata de dos eventos que forman parte de la trama que une a los Estados Unidos con el décimo exportador de petróleo del mundo. Es una trama que no está hecha tan sólo de combustible, sino de las relaciones sociales y los conflictos políticos que dan vida a dos sociedades que son indispensables la una para la otra, que están ligadas de un modo inextricable.

La elección de un nuevo gobierno en Venezuela, cuyas circunstancias inmediatas han concitado tanta atención y han ocasionado más de una intoxicación informativa, provee un buen pretexto para mirar más allá de la coyuntura y para prestar atención a algunas tendencias que incidirán decisivamente en perfilar el futuro de esa nación.

Distribución de la renta

A casi tres lustros de la llegada de Hugo Chávez al gobierno, el inventario de las rupturas que éste impulsó en la política venezolana se ha hecho una y mil veces: menos se ha hablado de esa continuidad subyacente que fue asordinada por el volumen que alcanzó la retórica de las relaciones entre Caracas y Washington desde 1998, y en especial después de 2002, cuando el gobierno republicano de George W. Bush apoyó abiertamente un golpe de Estado fallido.

Detrás de esa cortina de ruido, la relación comercial entre los dos países se mantuvo dentro de una normalidad de la que ninguno de los dos pudo (ni puede) darse el lujo de prescindir. Para Estados Unidos esa continuidad evitó que se sumara un elemento negativo más a las turbulencias económicas que atraviesa con dificultad desde el estallido de la burbuja inmobiliaria, en 2007. Para Venezuela, la posibilidad de emprender un camino hacia la justicia social dependió absolutamente del flujo continuado de la renta petrolera, es decir, de que siguieran las compras del cliente que se queda con más de la mitad del petróleo que el país exporta. En el mundo de hoy, pocas relaciones bilaterales resultan tan vitales para la existencia misma de ambos socios comerciales como la que vincula a estos dos.

Para el gobierno chavista, con sus aspiraciones de liderazgo regional y de independencia política, esta realidad constituyó siempre un desafío. La retórica de su líder siempre lo destacó y la búsqueda de una matriz productiva que fuera debilitando esa dependencia estuvo muy presente en sus discursos. La política económica concreta no logró, sin embargo, hacer que la participación del petróleo y sus derivados en las exportaciones venezolanas bajara del noventa por ciento. El alza del precio del barril hizo particularmente dulce ese fracaso, mientras que la agresiva política social articulada por las “misiones” se tradujo en un uso de la renta petrolera tan distinto de lo conocido anteriormente en el país, que la diversificación productiva de Venezuela no llegó a transformarse en una demanda popular. Los niveles de exclusión social que había alcanzado la versión venezolana de la “maldición saudita” hicieron que el giro de 180 grados en materia de redistribución del ingreso generara un nuevo tipo de satisfacción (ahora de ancha base popular) que hizo parecer menos imperiosa la búsqueda de un modelo de desarrollo sustentable en el larguísimo plazo. El chavismo asoció a las mayorías en la captura de la renta petrolera, pero logró avanzar poco (vista su larga estancia en el poder) en el camino hacia un nuevo perfil productivo del país.

“Hasta aquí todo va bien”

La desaparición de Chávez, quien se levó consigo la formidable capacidad de movilizar polarizando para construir una legitimidad inatacable, obliga a su sucesor a construir un liderazgo propio que no podrá basarse, si quiere perdurar, en los logros que la ciudadanía atribuye a Chávez (reconocidos hasta el punto de que el líder opositor Henrique Capriles Radonski optó en estos últimos años por el post-chavismo y no por el antichavismo como receta). Uno de los puntos en que podría apoyarse la construcción de ese liderazgo es en la definición de un camino estratégico para Venezuela que la prepare tanto para la independencia que Chávez esbozó, como para los efectos de la “independencia energética” que Estados Unidos viene buscando hace décadas.

La trampa en la que caen muchas sociedades es la de repetirse como el suicida que se arrepiente después de saltar desde un edificio muy alto y dice “hasta aquí todo va bien”. Si bien es cierto que sucesivos gobiernos norteamericanos han pregonado la importancia de dejar de depender de combustibles importados desde zonas turbulentas (en las que continúa ejerciendo un tipo de imperialismo orientado por su sed de energía), para luego terminar corriendo detrás de la siempre incrementada demanda doméstica, no se puede dejar de constatar que la disponibilidad en Canadá de cantidades sauditas de petróleo en las arenas bituminosas de Alberta y la posibilidad de extraer cada vez más petróleo no convencional del subsuelo del propio Estados Unidos acercan esa posibilidad más que nunca antes. En la medida en que esos nuevos recursos empiecen a fluir hacia los surtidores y las usinas termoeléctricas de la primera potencia mundial, la demanda que primero se verá afectada es la que provenga de fuentes turbulentas o lejanas.

Otro elemento que ha cambiado en el principal comprador de petróleo de Venezuela es la orientación estratégica del gobierno: la insistencia del presidente Barack Obama en la importancia de desarrollar la economía “verde” será probablemente uno de los legados perdurables de sus ocho años en Washington. Aunque “verde” no quiera decir precisamente ecológicamente sustentable, es decir, no signifique apartarse del paradigma productivista, una política agresiva de subsidios a la producción de combustibles vegetales y de ampliación de los parque eólico y geotérmico va a impactar en el mediano plazo en la demanda de petróleo.

Con todas sus limitaciones, el discurso “verde” de Obama ha sido un aliado fundamental de Venezuela hasta ahora: se ha mantenido escéptico respecto de la conveniencia de autorizar la construcción del oleoducto Keystone XL entre la provincia canadiense de Alberta y la costa sur de Estados Unidos, el proyecto de mayor envergadura que quieren poner en marcha las transnacionales que manejan las refinerías estadounidenses del Golfo de México.

El oleoducto se enfrenta a una resistencia popular importante de los varios estados que debería atravesar. El caño roto en Arkansas, propiedad de Exxon, que derramó parte del petróleo que lleva desde Illinois hasta Texas, sumó un nuevo argumento a quienes quieren seguir demorando la aprobación que Obama no le dio aún al proyecto. Las técnicas de fractura hidráulica, con su promesa de exprimir los esquistos hasta que no quede una gota de petróleo, ni una molécula de gas, causan una ansiedad parecida en varias zonas en las que se está poniendo en práctica, que pueden estar tanto escasa como densamente pobladas. El suburbio de Longmont, cerca de la capital de Colorado es un botón de muestra, pero las campañas contra el fracking y la contaminación de las napas freáticas a que está asociado son intensas también en lugares como Brooklyn, en Nueva York.

Brasil y el largo plazo

Las campañas electorales en Venezuela, tanto la que terminó con la última elección, como la de octubre, la de la postrera victoria de Chávez, no dieron pistas de cómo veían los candidatos esta cuestión vital para el futuro del país. Sin embargo, Chávez ya había encaminado con Brasil una iniciativa de gigantesca envergadura, que no disminuirá la importancia del petróleo en la matriz económica venezolana pero que significará una diversificación decisiva en su cartera de clientes: la refinería pernambucana de Abreu e Lima. Es la primera vez en 33 años que se construye una refinería totalmente nueva en Brasil y PDVSA será propietaria del 40 por ciento de la planta que debe garantizar nada menos que el autoabastecimiento de naftas de todo el nordeste brasileño. No casualmente, una de las primeras declaraciones significativas que hizo Dilma Rousseff después de las condolencias por el fallecimiento de Chávez fue la ratificación de ese proyecto.

Con todo lo conmocionantes que han sido los últimos meses en Venezuela, y más allá de los muchos temas que siguen sin resolverse (la gravísima violencia urbana, la inflación, por nombrar dos obvios), el país encara sus primeros pasos sin la guía de Chávez apoyado en dos fortalezas clave: el consenso alrededor de las políticas sociales implementadas durante la pasada década y media y una relación estratégica con Brasil que le brinda espacio más que suficiente para reubicarse en un mapa global cambiante y para pensar de manera inteligente el mejor modo de modificar su inserción. Esas dos fortalezas son la garantía de que no haya margen para políticas restauradoras, pero no pueden asegurar por sí solas que el país aproveche las oportunidades que tiene delante de sí. Ese es el desafío que servirá para definir si en Venezuela se consolida un liderazgo que logre colmar el vacío dejado por un líder con características irrepetibles.

Publicado en Revista Debate, Mayo de 2013.

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